domingo, 20 de octubre de 2019

"La inverosímil aventura de un infeliz con una diosa sexual" por Íñigo Domínguez


Tuve una vez un compañero de trabajo, de carácter un poco huidizo, que acabó en una secta. No una secta como tal, sino que empezó a comportarse como si estuviera en una. Le comieron totalmente el coco, pero no fue un grupo organizado, ni siquiera una persona. Mejor dicho, fue una sola persona, una mujer, pero esa mujer no tuvo la más mínima intención de abducir a este hombre. Sí de seducirle, pero vamos, es que ni sabía que existía. Pero él cayó rendido a sus pies con devoción casi religiosa. De hecho, es que esta mujer era una diosa. En fin, era una diosa porno de internet.
No se habla mucho de estas diosas, ni de cuán grande es su poder. ¿Cuántos acólitos reúnen a su alrededor en rituales solitarios, pero colectivos, simultáneos, globales, hombres de todas las edades con su voluntad anulada? Yo no era consciente de la dimensión del fenómeno hasta que pasó lo de Marcelo, que así se llamaba este pobre hombre. Acabó colado por una diosa porno que encontró zascandileando por internet. Al principio era una más y no se la tomaba en serio. Iba saltando de una a otra, la red es así de maravillosa e impersonal. Como todo el mundo sabe, hay decenas de miles de tías que alguien se cepilla cada día en millones de vídeos, con varios millones de tipos en su casa, o donde les pille, dale que te pego, que se imaginan que son ellos los que lo están haciendo. Lo que pasa es que Marcelo se fue encariñando con una. Nunca supe bien cómo se llamaba, creo que Cristal Lane, o algo así. Por alguna razón —sus formas, su modo de moverse, el color de sus ojos— coincidía exactamente, como en un embrujo o un sueño hecho realidad, con la idea de mujer perfecta de mi colega, tanto que, cuando se topó con ella, el corazón le dio un vuelco, según me contó un día tomando una cerveza. Es decir, pensaba que estaba hecha para él, pero en exclusiva, como por encargo, como realización de un deseo o como si alguien le hubiera leído el pensamiento. Este es el tipo de seres empanados que estamos creando hoy en día, supongo que son conscientes. No se creía lo que estaba viendo, fue como un flechazo, con la diferencia, respecto a la vida real, de que se la podía tirar allí mismo, al menos como uno lo hace con el ordenador delante. Pensó que después se le olvidaría, como todas, pero el caso es que día a día, surfeando por aquí y por allá, curioseando en el menú (asiáticas, negras, brasileñas, etcétera), acababa volviendo a teclear su nombre, que aprendió de memoria a la segunda o tercera vez.
Fue en ese periodo cuando me lo contó por primera vez, una noche que estábamos en un bar hablando de tías que nos gustaban. Éramos jóvenes, luego ya de mayor la gente se vuelve reservada, debe simular que ha madurado. Al cabo de un rato, casi en plan de confesión, pero también medio en broma, dejó caer que, de todos modos, había una que a él le parecía insuperable, casi la mujer de su vida, que le esperaba en casa todas las noches, así que él no se desesperaba si volvía sin comerse una rosca. Cuando me dijo de quién estaba hablando pensé que estaba de coña, nos reímos un poco y ahí quedó la cosa. Qué risa, qué salido estás y tal. Me empecé a preocupar otra vez que estábamos varios tomando algo, salió el tema y uno del grupo resulta que conocía a Cristal Lane y dijo que, uf, claro, efectivamente, estaba tremenda. Marcelo se quedó un poco a cuadros, casi como si hubiera descubierto que la bendita Cristal Lane le estaba poniendo los cuernos. Le tomamos un poco el pelo, pero yo noté que no le hacía ninguna gracia. Creo que solo en ese momento cayó en la cuenta, el infeliz, de que millones de tíos se pajeaban con la misma tipa que él tomaba como una especie de secreto suyo, una mujer que solo aparecía en su ordenador cuando él lo encendía, como si le estuviera esperando en casa. Esto le turbó durante algunas semanas, andaba raro en el trabajo, aunque nunca fue una lumbrera. Hacía temas de sindicatos.
El momento clave en esta majarada fue cuando asumió, por algún extraño vericueto mental, que estaba enamorado de esta mujer. Casi me caigo de la silla cuando me lo dijo, allí en la redacción. Pero si no la conoces, le dije, si es una actriz porno de internet, insistí, no sabes ni cómo se llama. El hombre casi se conmovió de pensar que en realidad no sabía su nombre, porque para él era como un personaje de cuento. Es más, lo acorralé: aunque te la encontraras por la calle ni siquiera podrías hablar con ella, porque no tienes ni idea de inglés. Algo debí de decir que no debía, porque Marcelo se quedó callado mirándome, con una cara de iluminado que, lo confieso, me hizo sospechar por primera vez que aquello era más serio de lo que yo creía. Se dio la vuelta y se fue sumido en sus pensamientos. Casi imagino lo que estaba pensando: encontrársela por la calle, qué increíble. Nunca se le había ocurrido, nunca había caído en que existiera también de esa otra manera, que estuviera realmente pululando por ahí. Lo siguiente que supe es que la estaba buscando.
Este descubrimiento le afectó de tal modo que llegó a tener ideas políticas propias, cosa que gracias a Dios nunca había tenido. Te contaba con aire reflexivo que, si un puñado de diosas sexuales se organizaran, un grupito en el que hubiera un poco de todo, rubias, morenas, como en un anuncio de Victoria’s Secret, podrían hacer lo que se propusieran, tomar el poder, fundar el partido populista definitivo o, por qué no, hasta luchar contra el cambio climático. Esto era cuando estaba de buen humor, porque debo decir que a veces entraba en una deriva sombría. Le asustaba todo ese rollo del feminismo y pensaba que, si descubrían este filón, donde realmente había una masa de hombres con complejo de inferioridad, que se sienten una piltrafa humana ante semejantes pibas, el género masculino estaba perdido. Menudo cacao mental tenía. Yo le decía que se estuviera tranquilo, que eso nunca sería feminista, me parece. Llegó incluso a decirme que si se diera la desgracia de que esta élite de diosas fueran malas podrían instaurar una especie de nazismo con silicona, en el que mandaría una raza superior de tías buenas (siendo malas). Bueno, bueno, ahí ya me estallaba la cabeza y tenía que sacarlo de los bares, la gente lo miraba. Se ponía pesadísimo: ¿no te das cuenta de que hoy solo importa la imagen, que puede llegar a pasar, mira las Spice Girls, un producto de laboratorio? Así fue como, por autoconvicción, entró en la siguiente fase: llegó a pensar que su chica, así la llamaba, tenía que ser buena, buena persona quiero decir. Se lo decía un sexto sentido, explicaba, le parecía sincera. Es que ni se le pasaba por la cabeza que fingiera los orgasmos.
Un día me vino todo eufórico, haciéndome señas de que tenía que hablar conmigo en privado. Salimos a fumar y me dijo que ya sabía cosas de ella: era checa. Ah, muy bien, le dije, ¿tenéis ya fecha para la boda? Se ofendió un poco, pero me calló completamente al decirme que tenía planeado ir a buscarla. Había visto vuelos tirados a Praga. Pero no tenía una dirección, nada, solo iba a aterrizar allí con una foto suya y el nombre de una productora porno que se había apuntado. En fin, qué fue aquello. Solo lo sé de oídas, por sus relatos posteriores. Según lo que averigüé después, tras varios intentos infructuosos, que acabaron en burdeles de mala muerte y donde le pegaron el palo varias veces, terminó en el consulado español sin dinero y pidiendo ayuda. Y aquí, sorpresa: el tipo del consulado, un chaval joven, por lo visto muy majo, conocía a Cristal Lane. Es decir, la conocía como mi amigo, de cascársela, no la había visto en su vida, pero de hecho había pedido el destino de Praga porque tenía mitificadas a las checas. Era un putero redomado, no pensaba en otra cosa y en eso se le iba el dinero; si no tenía cuidado en guardar la extra de Navidad es que ni podía volver a España en vacaciones. Pero aun así no estaba tan tarado como para haberse puesto a buscar a este portento de mujer. Ahora bien, y he aquí lo increíble: mi amigo era ya el vigésimo tercer español perdido en Praga, según sus cálculos, que le llegaba al despacho con esta cantinela y en un pésimo estado tanto moral como material. El magnetismo de esta mujer era increíble. También intuía que algo quería decir de nuestra sociedad contemporánea, aunque tampoco se ponía filosófico, le daba pereza y siempre tenía mucho lío. Por eso al final este funcionario, ya picado por la curiosidad, se había puesto a buscarla en serio, por cauces semioficiales. Y la había encontrado. Así se lo dijo a Marcelo, que cuando más tarde me lo contó lo describió como uno de los momentos más emocionantes de su vida. También porque el tipo del consulado, que estaba en plan jocoso, se fue poniendo más serio, sobre todo al ir comprobando lo loco que estaba mi amigo. El diálogo fue más o menos así:

—Así que usted querría que yo le dijera dónde está esta… actriz.
—Sí, eso es.
—Pero ¿para qué?
—Estoy enamorado de ella, quiero verla de verdad, o sea, no en una foto o un vídeo, y luego ya veré qué hago. O sea, no sé si es para conocerla, porque en realidad es que yo ya siento como si me hubiera acostado con ella toda mi vida, no sé si me entiende, y se me hace raro pensar que ella me mire como si no me conociera, porque bueno, es eso, sí, ya sé que no me conoce, pero es que yo creo que tiene que sentir algo cuando nos conozcamos, porque me parece imposible… Ya sé que es difícil de entender, pero tiene que haber algo, porque para mí hemos tenido algo, y yo… 

Yo me imagino que el funcionario estaría entre la pena más sincera y el descojono absoluto, incrédulo ante la situación que estaba viviendo, pero es que sabía algo más de esta mujer, algo que mi amigo no había ni siquiera imaginado, él, que en sus ensoñaciones se la había tirado en todas las posiciones imaginables:

—Mire, no sé cómo decirle esto… Espero que sepa entenderlo, y lo siento mucho, pero es que…
—Ya, ya sé que no me podrá revelar información privada, pero a mí me basta con que me diga su calle, yo voy allí y espero que un día aparezca…
—No, no es eso, es que… Verá, no es fácil.
—Si está en un pueblo me puedo desplazar. He pedido una excedencia en el trabajo y…
—Mire, usted no lo entiende: esta mujer está muerta.

Marcelo se desmayó allí mismo, tuvieron que traerle un vaso de agua. Luego me contó que lo que más le impresionó no fue tanto la noticia, sino que experimentó un vértigo sobrenatural al imaginarse que se la había estado machacando durante más de un año pensando en una muerta. Le dio muchísima cosa. También se sintió un poco engañado por los desalmados que colgaban los vídeos, «como dándole esperanzas», eso dijo, tal cual. Creía que tenían que avisar cuando la actriz que sale en un vídeo porno ya ha fallecido, porque no le parecía bien, o no sabía si le parecía mal, o qué pensar. Que en los millones de vídeos porno de la red se mezclaran vivas y difuntas sin ningún orden, en un continuo temporal, le dejó meditabundo. Su error, el de los mortales de toda la vida, había sido querer ir más allá, acceder al conocimiento, tocar el infinito. Él, un simple infeliz sin ni siquiera contrato indefinido. No había podido con ello, claro, además de dejarse una pasta en Praga.
Entró en una crisis trascendental y pasó una temporada muy mustio. Dejó de meterse en internet, es decir, no en busca de sexo, solo como la minoría de la gente, para leer alguna noticia, comentar alguna otra que no había leído, ver vídeos de gatos o comprar entradas de cine. Sin embargo, en sus paseos, en sus cavilaciones, Marcelo acabó por tener una especie de revelación espiritual, como san Francisco de Borja cuando vio el cadáver de su amada, la emperatriz de Portugal, y pensó: «No serviré más a un señor que se me pueda morir». Solo que lo de mi amigo fue al revés: en un momento de lucidez pensó que en realidad Cristal Lane ya era eterna, inmortal, siempre estaría ahí, en la red, fresca como el primer día. Una verdadera diosa, se dijo, el muy capullo. No le he vuelto a ver, solo sé que ahora corre maratones.

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