Cuando te aproximas a Villanúa, en el horizonte no destaca la torre de una iglesia, tampoco un rascacielos patrocinado por una multinacional de telefonía móvil, ni siquiera un edificio de la banca, no. Cuando te aproximas al valle pirenaico, da la impresión de que un mar de olas gigantescas te va a engullir sin remisión. En seguida cambia esa sensación abrumadora, para convertirse en una indescriptible paz, el deshielo de la angustia. Las olas no son tales, sino montañas varadas, inmensas, eternas, que no amenazan, avisan de su jerarquía. Es un mar congelado junto al cielo, muy verde, muy sólido. La montaña, el Pirineo, te abraza, te absorbe y te cuestiona. Todo es altura, todo es brisa y nubes por sorpresa. Aquí las procesiones no son relevantes, ni las fiestas multitudinarias, ni los negocios, ni los botellones, ni los sudores del verano. Aquí solo impera la ley de la naturaleza, de la piedra, del boj, de la hiedra, del haya, del roble, del buitre, de la babosa negra. El único sermón que se oye es el del viento tormentoso y el mugido de la vaca. Hay que levantar la frente, lavarse la cara y no hablar, no pensar. Mirar hacia arriba, suponer que uno todavía es animal y que todavía puede fundirse con las agujas de los abetos, con el aroma de la lavanda, con la aspereza de la piedra, con el fragor de lo silvestre. No, no se consigue del todo, pero se disimula, se intenta. Uno se tumba sobre la hierba o sube un risco imposible o se sienta bajo un boj o en una piedra, junto al río salvaje, y enmudece bajo el cielo, bajo el bosque, bajo el agua.
Es cierto que el hombre se empeña en derrumbarlo todo, hasta el Pirineo inmenso, pero no hay vulgaridad capaz de socavar la ciclópea maravilla de la alta montaña. El Collarada al fondo, hercúleo, observa callado, tocado con una boina de bruma. Entre las laderas se deslizan nubes blancas, serpientes de humo que abrazan y engullen abetos, piedras y montes como olas. La tormenta se cierne sobre el valle y redobla en los tejados de pizarra. Aún hay tiempo para la música y para desleírse en el río de piedra que arrastra en su corriente la pureza de la montaña.
Y además, muy cerca, está la Tasca de Ana. Y para que veáis lo confundidos que están los tópicos, todo esto lo disfrutamos gracias a mis cuñados, José Mª y Lucía.
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