Una de las mayores obsesiones de Cervantes en el Quijote es la de convencer al oyente o lector de que no todo lo que está en letra escrita es imagen fidedigna de la realidad. Hacía poco más de cien años que se había inventado la imprenta y existía un convencimiento general de que la palabra escrita era prácticamente sagrada: todo lo que se leía en la plaza del pueblo era "palabra de Dios", sin espacio para la duda. Esta sacralización de la letra impresa producía interpretaciones tan aberrantes como la de don Quijote: creer que los caballeros andantes y toda la caterva de endriagos, encantadores, gigantes, etc., existieron de veras.
Don Quijote es un paradigma del lector engañado, del lector confundido. Pero no solo preocupa esta confusión a Cervantes en cuanto a la novela de caballerías se refiere, también critica que los autores de comedias (sobre todos, Lope) recojan todo tipo de disparates en sus textos (y que, encima, dieron el triunfo a Lope en las tablas), con el peligro de que los espectadores los crean y construyan en su magín una realidad fantástica que nada tiene que ver con la realidad pedestre.
El protagonista de la novela de Cervantes es el vivo ejemplo de la confusión que padece un lector cuando se enfrenta a libros mentirosos y falsos. Porque todo aquello que yacía escrito era tenido por reflejo indudable de lo real. Se desvive Cervantes por convencer al lector del peligro de esa comunión escritura/verdad y juega con ella desde todos los puntos de vista. Su propio héroe, de ficción, es identificado como personaje real en la segunda parte, ¿por qué?, porque ya andaba en libro escrito su aventura. Hay textos engañosos que se aprovechan de la buena fe (ignorancia) de los oyentes/lectores para hacerles comulgar con ruedas de "gigantes" y, por esa razón, Cervantes condena a esos autores (y se condena a sí mismo). No pone el dedo en la llaga del lector, sino del autor. Los lectores van a tender (en su mayoría) a creérselo todo y es el autor el que debe evitar este equívoco. La locura de don Quijote se soluciona con su muerte, solo se podría haber aliviado si el cura hubiera quemado antes los libros de caballerías. No engañéis, malditos autores a los ingenuos lectores con vuestras patrañas, ceñíos a la realidad, no disparatéis, no mintáis, no escribáis libros como el Quijote. Cervantes es un moralista inmoral, un tratadista que se ríe de su tratado.
Podríamos pensar que esta tesis y antítesis de Cervantes ya no se puede aplicar en la actualidad porque el lector/oyente es mucho más avispado y leído y distingue perfectamente la verdad de la ficción. En absoluto, solo tenéis que recordar el éxito de los bulos en las redes sociales y en el periodismo ("fakenews").
Como prueba más concreta y libresca, me remito a una experiencia personal. Hace unos años publiqué un libro (Bilis), en el que recogía episodios domésticos de la posguerra civil junto a materiales de ficción. El juego consistía en mezclar realidad y ficción (como ocurre, por otra parte, en cualquier narración) y propició apuntes de los lectores francamente sorprendentes, que los emparentaban con los oyentes del XVII. Algunos viejecitos afirmaban haber conocido a ciertos personajes inventados por mí y me hablaban de ellos como si realmente hubieran existido. Y no solo eso, uno de ellos participó en un hecho que yo había inventado y otra fue la mujer clave de un episodio dramático que no tenía asiento ninguno en la realidad.
Todos necesitamos de la ficción, necesitamos hacer real la fantasía y nos apasionamos cuando lo real y lo ficticio está tan confundidos que nos insuflan aire para aguantar lo cotidiano. Maldito bachiller Sansón Carrasco que derrotó a don Quijote en la playa de Barcelona, maldito por siempre, por transformar al Caballero de la Triste Figura en Alonso Quijano y provocar su muerte, la muerte de la divina confusión.
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