La segunda aparición mariana me sorprendió con 16 años. El hecho de producirse en el mismo sitio que la primera fue un hecho divino tan simbólico como la paloma que preñó a la Inmaculada. Era la fiesta de Navidad del instituto, habíamos elaborado una "zurra" exótica, con mezcla de todas las bebidas alcohólicas que existían en el 79 y alguna pastilla no del todo santa. Hay que apuntar que el edificio del instituto se encontraba y se encuentra (todavía) junto al río, donde experimenté la primera aparición. Tras beber un trago de zurra, las tripas se me vinieron a la boca y al apoyarme en el muro del río para vomitar el bálsamo de Fierabrás, que desinhibía y te inclinaba a la purga, se me cayó una moneda de veinte duros. Brillaba junto al cauce del río, ahora sin chopos ni tierra, amortajado por el hormigón. Bajé y, al recoger la moneda, me dio un vahído y me deslumbró, de nuevo, un fogonazo. Estaba en el mismo sitio en el que la Virgen entrada en carnes se me apareció por primera vez. Levanté la vista y la vi flotando en el aire, con cien quilos menos, el pelo cardado, brazos de modelo anoréxica y unas hombreras exageradas. "¿Qué te ha pasado?", le dije, "¿cómo has adelgazado así?, estás mucho peor que hace ocho años." "Eres lo peor, Pepito", "no me llames ya Pepito, que me hundes el currículum", "yo te llamo como quiero, que para eso soy la Virgen. Como ya no hay ramas de chopos en las que apoyarme, tengo que levitar sobre una nube, y eso es imposible hacerlo con una talla XXXL. Venía de buen rollo, a otorgarte una gracia, iba a quitarte ese acné de la cara, pero la has cagado, nene. ¡Que te den!" Y se despidió sin más ni menos. Yo seguí con el acné hasta que apareció el Clearasil y, por supuesto, no le conté a nadie la aparición, ni siquiera a mi madre. Ese día también llegué tarde a comer.
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