Que yo recuerde, la Virgen se me ha aparecido siete u ocho veces. En la primera, yo solo contaba ocho años. Acabábamos de salir de clase y corríamos para huir de don Ramón, que no era mal maestro, solo el que nos separaba de la alameda y del partido de fútbol diario. En uno de los lances del juego, el balón fue a parar al cauce del río. Me tocó bajar a mí. Al ver que la pelota estaba atrancada en una rama y que no se la podía llevar la corriente, aproveché para echar una meada detrás de uno de los grandes chopos que entonces jalonaban el cauce. Estaba terminando, cuando, a través de las ramas, me deslumbró un fogonazo. Me puse la mano de visera y la vi, cualquiera no: era una señora inmensa, gorda y lustrosa, como la carnicera que le vendía las morcillas a mi madre. Pesaría por lo menos 150 quilos y llevaba encima un hábito como Demis Roussos. Corona no le vi. Si no me hubiera hablado, no la habría reconocido, porque no tenía entonces ninguna experiencia mariana. "Hola, Pepito, soy la Virgen", me dijo. Y yo le respondí, "pero estás muy gorda para ser la Virgen, ¿no? A ti no te podrían llevar en andas como a la de mi pueblo". Ella sonrió y cayó estrepitosamente a mi lado porque la rama en la que estaba apoyada se quebró. Se sofocó mucho y desapareció al instante, yo no sé si por apuro, porque se había hecho daño o para ponerse a dieta. Recuperé el balón y volví a la alameda. Por supuesto, no se me ocurrió contarles nada a mis compañeros, ¡menudos eran! Cuando llegué a casa con las rodillas echando sangre, como siempre, mi madre me regañó por llegar tarde, ya estaban comiendo. "¡He visto a la Virgen, mama!", le dije emocionado. "Pues ahora vas a ver al papa y, como ya llevas los estigmas, seguro que la hostia también te cae, así que hoy te consagras". No, la Virgen no me libró de la hostia, efectivamente, me consagré.
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