La tiza sobre el mostrador de madera: uno cincuenta más uno treinta. Precios efímeros que se borran con billete pequeño. El tabanco da de beber y cantar a borrachos, turistas, romeros y cojos. Como indica un cartel informativo, en los tabancos surgió el cante flamenco, en el golpeo de los dedos sobre la barra, en la impaciencia del que necesita vino para ahogar la vida. Rafael de Paula, Curro Romero, Lola Flores ("No canta ni baila, ven a verla"), la Paquera de Jerez, Manolo Caracol cuelgan de las paredes advirtiendo que todavía hay esperanza para la locura y la pena negra. Unos chicharrones sobre papel de estraza y una caña de oloroso para ahogar la tarde. Anacronismos en esta sociedad moderna de brócoli y gimnasio. Fino, manzanilla, palo cortado, oloroso, amoroso... los nombres de los vinos invitan a abrazarlos y a convertirse a la cirrosis.
El bullicio alimenta las calles, el bullicio y una primavera de diciembre tan amable que acoge a indígenas y forasteros con la cordialidad lúbrica de una "madame" de pechos sudorosos.
El vapor de cafeterías y tabancos atrae a todo el mundo: a jóvenes jerezanos repeinados, a muchachas de crines por la cintura (como Soledad Montoya), a viejos enjutos amojamados por el oloroso y el fino, a tullidos en busca de misericordia, a ingleses colorados de sherry y langostinos de Sanlúcar, a romanos y cartagineses.
Un hijo de la heroína canta en un soplido un jipío flamenco que revienta en el cuello y vibra en la mella: "Un euro para acercarme al Puerto de Santa María", el puerto de Santa María, el puerto... El bullicio, el jolgorio, la furia del Tío Pepe y La Gitana, el escándalo de las palmas retumba en los callejones estrechos. En los balcones una queja: "El ruido enferma". De acuerdo, el ruido enferma, ese ruido de los villancicos flamencos escupidos por altavoces institucionales. En desacuerdo, el ruido te despereza cuando hierve en las entrañas: el cantante negro salido de la base de Rota que resucita a Barry White en un tabanco de Jerez, el cantaor que se desgarra con la guitarra en la puerta de una taberna, el bullicio de la calle, las "tes" líquidas de los jerezanos, el bronco tono del aguardiente y el coñac, las charlas de diez rondas. Un apunte: la muerte es silencio.
Un chino regenta el último tabanco. Sirve olorosos de fusilamiento porque algunos de sus clientes "no pagan dinelo". Pronto amanecerá y las calles se aceitarán de bullicio, churros finos, molletes y cafés con leche que la altura del sol convertirá en palos cortados y finos de la arcilla. No hay tregua para el camarero jerezano, no hay piedad para sus pies ni para su retranca.
Se nos olvidó pasar por la Fundación Caballero Bonald. Cuando la poesía está en los bares no hace falta buscarla en los museos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario