Cuando era adolescente, solía someterme a una perversión que me proporcionaba un placer máximo (y no es el que imagináis): iba todo el invierno sin abrigo, así cuando entraba en casa o en una discoteca o en un bar, el calorcito de la estufa o de la calefacción o del establo, me sabía a gloria con almendra.
Ayer, cuando subíamos hacia el parque natural de Sila, en Calabria, me pasó lo mismo, aunque en esta ocasión no lo busqué voluntariamente, surgió, y así todavía sabe mejor. Después de comprobar que las carreteras de playa en Calabria son atracciones de riesgo extremo, optamos por subir a la montaña. Muy pocos coches, sí, acertamos, aunque la subida era la de un puerto boliviano preparado para Nairo Quintana y no para los automóviles. Somos flojos, es cierto. Estamos acostumbrados a la autovía de los Viñedos y a la A3. Hemos perdido los sabores autóctonos de una carretera culebrera de montaña: sin rayas en el asfalto, sin asfalto y con curvas de 195 grados.
Me dolían los hombros, los tobillos y las uñas cuando llegamos al paraje más impresionante que he visto en muchos años: una selva nórdica en el empeine de la bota italiana, una locura. Rutas, exposiciones naturales, abetos, hayas, robles y un guarda calabrés echando la siesta en la caseta de información. Y ni un alma en el parque. Es el altiplano más extenso de Europa, una maravilla de la naturaleza que todavía lo es más por encontrarse donde se encuentra. Y ni un alma. Después de la purga de las curvas infernales, el éxtasis de la naturaleza en vena. Placer adolescente. Misticismo en grado máximo.
Solo nos ha faltado entre los senderos de sombra y sueño un pastor guía hasta la grappa barricata para encontrar a Dios o al amado entre las cumbres.
Y a todas estas, ¿dónde está Luca?, ¿es real o imaginario? ¿por qué tengo la impresión de que nada se somete a las leyes de la física en esta tierra de paradojas? Las mesas cojean, las pizzas estremecen y los zumos de jengibre repiten, sin embargo, nada es lo que aparenta.
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