Los viajes invitan al ensueño y a la imaginación. Si en el lugar de destino no hay nada que hacer, si te disgusta lo que estás viendo, si no conoces a nadie interesante y el clima es infernal, solo tienes que activar la imaginación para contar luego lo que te salga de los cojones (perdón, narices). Es una fórmula tan útil que, cuando estás inventando maravillas, tú mismo te las terminas creyendo y no aciertas a saber si en verdad lo pasaste tan bien en aquel lugar, si ese paraje era realmente maravilloso o solo era un producto de la ficción.
Luca, el recepcionista del hotel de Catanzaro, podría ser real o imaginario, pero lo cierto es que su relación de pueblos calabreses detenidos en el pasado atrae como una momia egipcia a un arqueólogo. Yo no sé si el viaje que cuenta Ulises a Alcinoo es el auténtico o el que le relata al porquero. A mí me gusta creer que el héroe griego estuvo con Calypso y no en una gruta comiendo bayas y cagando con dificultad.
A mí me gusta creer que las carreteras de Calabria están pobladas por orates que nunca han visto un coche y se les ha enseñado a conducir en un videojuego de Mario Bros. Es emocionante, apasionante, atravesar el Helesponto sobre el asfalto con una nave griega (Lancia Ypsilon) y esquivar a los locos que vienen de frente adelantando en línea continua y sin darse cuenta de que nuestra nave existe. Es una excitación continua, que te seca la boca y te corta la respiración: cómo se pegan a tu lado, cómo aparecen de repente en cualquier cruce, cómo aparcan en mitad de la carretera, cómo se juegan el tipo saliendo del coche para hablar tranquilamente en mitad del asfalto, mar, no sé.
Llegar al destino es un alivio tan placentero que alcanzas el clímax en cada visita: al parar el motor en Le Castella, junto al mar Jónico, nos teníamos por lázaros en colchón de agua. El formidable castillo aragonés que se yergue sobre la playa también es de ficción. Seguro que Aníbal, allí encerrado, en su último refugio, se bañó en el mar, oyó a la animadora de la playa cantar la Salve y luego un reguetón y, por fin, para despedirse, se bebió tres Peroni y comió la pasta de guindilla que te abotarga la lengua. Luego continuó su viaje imaginario, como nosotros, con menos peligro: sin furgonetas de reparto casi subidas sobre el techo del Lancia, sin amagos de choques frontales cada diez minutos, sin la sensación de quien hace puenting con una goma ya pasada.
Otro castillo imaginario nos devuelve a la vida en el pueblo de montaña de Santa Severina. La reciedumbre de estas fortalezas, sus dimensiones y sus bien cuidadas estancias sin turistas nos avisan de que todo esto no puede ser sino invención. En ningún lugar del mundo se puede disfrutar de estos parajes sin que japoneses, alemanes, ingleses y chinos te echen el aliento en la oreja y te claven el palo selfie en los riñones. Querría decir esto que no hace falta irse a Burundi para no encontrar piaras de turistas. No es posible, lo estoy inventando, sin duda: una playa en julio sin ingleses en triquini, un castillo con museo de tortura sin japoneses en sandalias, y qué más.
La vuelta a Ítaca, tan angustiosa y emocionante como la ida: compartimos asfalto, mar, con esos niños de ocho años que conducen máquinas letales, avanzan sin normas y, mientras manejan el volante, hablan con sus madres a través de los teléfonos móviles. Besar el asfalto remojado por la tormenta, al llegar a la plaza de aparcamiento, es un ritual que todo amante de la ficción debería respetar, para agradecer a la diosa Atenea habernos salvado de tantos males como a Ulises.
Luca no está en el hotel, o nunca ha existido, no lo sé.
Totalmente identificada con esas peripecias marítimas. El corazón en un puño. Eso no se consigue ni en el mejor parque de atracciones.
ResponderEliminarNo esperaba encontrarme estos parajes. Cuando preparábamos el viaje, parecía como si no hubiera nada que visitar en la zona, como si lo que vimos después lo hubieran ocultado adrede. ¡Qué gozada de sitios sin turismo! Es como viajar a Casas de Fernando Alonso, pero con playa, castillos y selvas alucinantes.
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