Con 18 años es difícil resignarse. El papa ha prohibido esas celebraciones, pero ella no quiere entrar en el noviciado sin gozar de su merecida despedida de soltera. Se puso de moda en el Vaticano. Grupos de monjas con el crucifijo sobre la cabeza se desmadraban por las calles aledañas a la capilla Sixtina en cuanto caía el viernes noche. La mayoría de ellas en éxtasis etílico. Todas con el pecho cruzado por bandas amarillas (un toque de informalidad en el grave hábito de novicias). Ha sido el mismo papa quien ha prohibido estos saraos. Roma no es ciudad para el escándalo, ni para el turismo de despedidas como ya lo son Dublín, Granada o Salamanca. Sin embargo, Virtudes no se resigna. Es una tradición que no debería haber desaparecido. Todas sus compañeras de convento se regodearán contando la experiencia anterior a su casamiento con Cristo y ella no. "No puedo ser la primera, no puedo ser la única en quedarme sin despedida, me niego a ser mártir de la prohibición". Y mientras dice esto llama al seminarista que hacía de boy hasta ahora. Al otro lado del teléfono una voz masculina, grave y sensual le hace dudar sobre su entrega a Cristo. Lo imagina con el alzacuellos tensado por la masculinidad de la nuez, con la sotana ceñida a las caderas, con la sangre del cilicio humedeciendo sus muslos. Si se niega, qué será de ella y lo que es peor, cómo convencerá a sus compañeras sin la atracción del "estríper" oficial. La gravedad del varón vuelve a sonar a través del auricular, ella traga saliva, aparta las manos de su entrepierna y cuelga.
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