Werther, joven impulsivo, llora con frecuencia en las ciento y
pico páginas que comprende su historia. Al principio derrama lágrimas de
alborozo ante paisajes primaverales que son reflejo de su felicidad; después,
lágrimas de pena, bien sea porque lo emociona el recuerdo de su alegría perdida
o porque, en fin, entre tinieblas de invierno, colinas siniestras y oscuridad
nocturna, agotada la última esperanza, ya no puede más.
Werther es fácilmente parodiable en nuestros días por causa, sobre
todo, de sus escenas de comportamiento extremo. También lo son a su manera el
Caballero de la Triste Figura o Hamlet, lo cual no les resta complejidad, al
menos para quienes disponen de una antena con que sintonizar la alta
literatura.
Hubo jóvenes que allá en el siglo XVIII se quitaron la vida
trastornados por la lectura de Las
penas del joven Werther. Napoleón gustaba de llevar un ejemplar de la
novelita en sus campañas. Se conoce que no terminaba de calentarse con los
cañonazos, el humo y la carne esparcida por los campos de batalla. Hay quien
conceptuó perversa esta obra de Goethe, considerándola una
incitación al suicidio, y quien, exento de inclinaciones románticas, no duda en
tildarla de kitsch.
Goethe tenía
25 años en 1774, cuando publicó por vez primera el Werther. Lo escribo así, el Werther, como se suele decir en Alemania, lo mismo que entre
nosotros decimos el Quijote o la Celestina. El libro adquirió con rapidez
esa pátina de óxido que, según algunos, menoscaba, anula, pone bajo sospecha la
calidad literaria. Me refiero al éxito. Se cuenta que los lectores entusiastas
se arracimaban ante la casa de Goethe, algunos venidos desde el extranjero.
No deja de ser curioso el que un hombre de orden, con una entraña
tan legalista y conservadora, figure en las historias de la literatura como
adelantado del romanticismo. Poco se asemejaba su idiosincrasia a la de su
ardiente personaje, un auténtico absolutista del corazón. Como este, también
Goethe tendía a desear a la mujer del prójimo, solo que en su caso, no bien la
cuestión se ponía fea, cambiaba a toda prisa de ciudad. La controversia
suscitada por el libro no dejó indiferente a su autor. En la edición de 1775,
la segunda, introdujo en el texto diversos cambios con finalidad suavizadora.
Averiguamos los sucesivos lances de la historia por las cartas
confesionales que Werther envía a un amigo de confianza, cuyas posibles
respuestas no han sido incorporadas a la novela. El monólogo epistolar deja
huecos en la serie episódica que el lector debe completar. En uno de ellos, de
17 días, Werther se prenda de Lotte. El hecho de que no se nos cuente cómo ha
ocurrido tal cosa nos invita al placer de imaginarla. La hermosa Lotte, mujer
de encantos físicos e intelectuales, comprometida con otro, admite a Werther en
su cercanía y él va ganando méritos por la senda de entretener a los ocho
hermanos pequeños de ella, huérfanos de madre. La obsecuencia de Lotte estimula
los avances del enamorado e induce a este a concebir ilusiones imposibles que
al fin desatarán su tragedia.
Juan José
Saer (El concepto de ficción) afirma que el epistolar no
es tanto un género como un procedimiento. Las limitaciones del mismo, cuando se
trata de narrar la propia vida, saltan a la vista. Bastante antes del desenlace
de la novela, el lector comprende sin sombra de duda que a Werther lo espera
una muerte violenta. El propio personaje se encarga de anunciarla en repetidas
ocasiones de forma cada vez más explícita.
La vida del amante rechazado, que ya no halla sentido ni gusto a
la existencia, se va a acabar y, con ella, su historia novelada. A Goethe se le
plantea un problema de tipo técnico. Es imposible que el narrador cumpla su
cometido en el tramo final de la novela. Que a última hora, con las armas
cargadas sobre la mesa, Werther redacte una carta de despedida a Lotte añade
una coda epistolar interesante, pero no aporta ninguna solución. El texto no ha
generado una coherencia interna que permita a los lectores aceptar que Werther
nos relate en un capítulo póstumo su suicidio y su posterior inhumación. Goethe
recurre a un editor más omnisciente de lo debido para tomar el relevo de la
narración y ultimar la historia.
El suicidio de Werther no consiste, a mi juicio, en una simple
despedida brusca, fruto de un arrebato. Pienso también que es interpretable más
allá de su posible efecto punitivo sobre la mujer que rechazó los deseos
fervientes del enamorado. Lo cierto es que Werther se descerraja un tiro con
una de las pistolas prestadas por el marido de Lotte. Se las pidió con un
pretexto, por medio de un criado; el cual le contará a su vuelta que las armas
se las entregó Lotte después de haberles quitado ella misma el polvo. A ojos de
Werther, el gesto implica una instigación. Aún más, una condena, como si le
dijeran: hala, mátate de una vez y déjanos tranquilos. Lo enterrarán sin
ceremonia religiosa, fuera del camposanto, como correspondía a los suicidas,
sin más honor que el de recibir sepultura en el lugar que él había elegido.
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