sábado, 12 de noviembre de 2016

"La muerte en Venecia" y un billete de tren de 1987


Al abrir La muerte en Venecia cae un billete de tren de 1987. Leí por primera vez esta historia cuando tenía 24 años. Ese billete amarillo que registra un viaje de Utiel a Valencia por 37 pesetas es el cartón de la nostalgia, el pasaje para visitar los estragos del tiempo.
¿Qué sensaciones me dejó ese libro la primera vez que lo leí? No lo sé con certeza. Solo recuerdo que al poco tiempo vi la película de Visconti y me compré el disco de la quinta sinfonía de Mahler. O la impresión que me causó fue muy intensa o el esnobismo me llevó muy lejos.
Al releerlo, no extrañé ni a Aschenbach ni a Tadzio ni a Venecia. Veintinueve años después los reconozco como a esos amigos que no ves hace tiempo y, en el reencuentro, ninguno se extraña. Todos actuamos con naturalidad. La metamorfosis de Aschenbach quedó estampada en mi memoria, así como la imagen de una Venecia esplendorosa y a la vez decadente y enferma. El viejo austrohúngaro dominado por la disciplina férrea del artista centroeuropeo ve cómo se desmorona todo su ideario cuando pasa por delante de él un adolescente polaco, Tadzio. Mann echa mano de los diálogos de Fedro para explicar la fascinación que produce la belleza, el abismo al que nos aboca cuando se introduce dentro de nuestra alma. El viejo escritor se tinta las canas, se maquilla, intenta paliar el deterioro causado por el paso de los años para no espantar la frescura magnífica de Tadzio, al que observa en la playa con el deleite del enamorado más entusiasta. Una epidemia de cólera barre silenciosamente la ciudad, la hunde en el aroma fétido y dulzón de la peste. Y a pesar de la alarma y de la imprudencia de permanecer allí, el viejo artista no abandona la ciudad. La belleza se impone a la disciplina y a la muerte por un momento. Ve por última vez al muchacho en la playa. No cruza palabra con él, ni siquiera le roza los rizos rubios de su cabeza, ni siquiera puede apartarlo de la violencia. Su cuerpo, su rostro, su cabello, provocan en el espíritu lo que el artista busca transmitir en su obra. Y, como siempre, la muerte vence. Aschenbach enferma y muere elevado por una pasión inesperada, atrapado por la despiadada condición de una ciudad que lo ha entregado al amor y a la muerte.
Viajé a Venecia este mismo año y reconocí la ciudad como si hubiera paseado por sus calles de agua, a pesar de no haber estado allí nunca. Como he reconocido a Tadzio y a Aschenbach al volver a encontrarme con ellos. El vagón en el que viajé a Valencia en 1987 posiblemente también lo reconocería si lo hubiera leído.      

No hay comentarios:

Publicar un comentario