Decía Sherlock Holmes que uno de los grandes problemas de la
investigación era la precipitación con la que se sacaban conclusiones sin
conocer los hechos. Puede que Holmes fuera un personaje ficticio, pero su
reflexión es dolorosamente real y ciento veintinueve años después sigue siendo
relevante.
Resulta imposible no acordarse de Holmes viendo hace unos días el
circo mediático montado alrededor del caso de Diana Quer (a uno
también le viene a la cabeza El gran
carnaval, de Billy Wilder), la adolescente desaparecida hace unas
semanas en Galicia y convertida desde entonces en objetivo de todo tipo de
especulaciones de los sospechosos habituales, los detectives de pacotilla que
pueblan los programas matinales y sus no menos sospechosos/as presentadores/as.
Las dos cadenas generalistas que alimentan su papada de desechos,
preferentemente humanos, han sacado estos días el babero para absorber el
placer que les produce llenar una hora de contenido de todo tipo de
especulaciones, habladurías, rumores y paparruchas. Un día la culpable es la
madre, una maltratadora de manual (claman los expertos); dos días después el
claro sospechoso es el padre, que pasó del rol de salvador y mesías al de
miserable acosador psíquico y hasta violento. A la semana siguiente se habla
del tío, que se mandaba multitud de mensajes con la desaparecida, algo
inquietante, por supuesto. Un periódico llegó a publicar una noticia
(destacada) en la que titulaba: «Hallada una mochila sin vinculación con el
caso de Diana Quer». Cuatrocientas palabras para explicar que se había
encontrado algo que fue inmediatamente descartado por los investigadores.
El problema ya no son las señoras de la mañana televisiva, que
hablan de la prima de riesgo, el atasco político, el contrato temporal o las
infidelidades del conde no-sé-qué, pasando de un tema a otro con la misma
facilidad con la que uno pone un pie delante de otro y lo llama caminar.
Tampoco lo son sus colaboradores, famosos por dos coletillas «es mi impresión»
o «eso creo, vaya», que apuntan al final de sus frases, como el que intenta
tapar la erupción de un volcán con las dos manos y muy buena disposición. El
problema, el de verdad, es la sociedad que aguanta esta presión «informativa»
sin inmutarse.
En un paisaje hiperestimulado donde todo ha adquirido la velocidad
del Halcón Milenario, es normal que el ritmo normal de una investigación
policial nos parezca tedioso, lo que no resulta tan entendible es la obsesión
por adentrarse en el fango, sonriendo y sin botas de agua. «Diana Quer, pobre
niña rica» titulaba uno de esos programas donde todos parecen encantados de
poseer las claves de una vida plena y saludable. Luego, minutos después, una
mesa de expertos abundaba en una conversación por whatsapp (exclusiva,
naturalmente) y durante más de cincuenta minutos despedazaban a la
familia Quer por esos pecados que presuntamente han cometido. En el fondo, en
una gran pantalla, fotos de la niña en biquini, sacadas de su Twitter, porque
—obviamente— aportan mucho a la reflexión.
Esas mismas fotos, usadas en algunos artículos, dieron pie a su
vez a una avalancha de comentarios de los habituales de los foros de esos
periódicos serios: «Así vestida no me extraña que haya desaparecido»; «Eso le
pasa por ir sola a según qué horas». Cierto es que este tipo de noticias (como
la de la «presunta» violación colectiva en los sanfermines) son como esas
trampas para los roedores: basta con añadir una cantidad significativa de cebo
y no hay rata capaz de resistirse a pegar bocado.
El caso Quer es el paradigma perfecto que permite diagnosticar los
males de un país embarrancado en algún lugar del pasado. Un país que ignora o
ningunea la cultura, los libros y el arte pero que devora revistas del corazón,
idolatra al presentador que anuncia un bingo cibernético de medio pelo y va por
la decimoséptima edición de Gran
Hermano. La decimoséptima.
La pandilla basura manda en España. Un día se nutren de Marta
del Castillo o de Diana Quer, como hace unos años hacían lo propio con las
niñas de Alcàsser o cualquier caso susceptible de ser abordado con la voracidad
de un caníbal que lleva un mes sin llevarse nada a las fauces. No hay líneas
rojas, ni campos minados: todo vale, todo el tiempo.
Lo más preocupante del caso es la cantidad de personas
aparentemente sanas e inteligentes que se permiten opinar sobre este tema con
la ligereza con la que uno se come unos churros un domingo por la mañana.
P. T. Barnum (no por nada el inventor del circo moderno)
solía decir que «hablar es barato». Los que recuerden las cámaras analógicas
recordarán también que había que pensárselo antes de darle al percutor: solo
había veinticuatro oportunidades (cuarenta y ocho máximo) de hacerlo bien.
Todo cambió con la llegada del universo digital. Se pueden hacer
mil fotos, podemos incluso guardarlas todas, aunque no sirvan ni para
empapelar la pared de la consulta de un dentista. Lo mismo pasa con las
palabras: el tipo que te informa, circunspecto, de las terribles torturas
infligidas a un joven o de un brutal atentado en París, tratará, diez minutos
después y en ese mismo escenario, de venderte un colchón con la mejor de sus
sonrisas.
En un mundo barato, donde nada resulta intocable, todos seremos
tarde o temprano pasto de los buitres. El pastor luterano Martin Niemöller,
figura de la resistencia a plena vista en tiempos del tirano de bigote
recortado, hizo popular aquello de «cuando los nazis vinieron a buscar a los
comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista. Cuando
encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era
sindicalista. Cuando vinieron a por los judíos, no pronuncié palabra, porque yo
no era judío. Cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que
pudiera protestar». Quizás ahora venga a cuento recordarlo.
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