miércoles, 27 de julio de 2016
La última carrera (relato de verano)
Organizada por la empresa de pompas fúnebres "Cuídate mucho", se celebró ayer la primera carrera de Fórmula Funeraria. En la parrilla del tanatorio, los tres coches más rápidos eran revisados para participar en el acontecimiento del año. La salida estaba prevista a las cinco de la tarde, eran las cinco de la tarde.
Los fiambres se cargaron en las fiambreras y se pusieron a punto los motores. Según la normativa, los ataúdes no podían pesar menos de 20 kilogramos; los motores, 120 caballos máximo y las coronas, un mínimo de 5 kilos. Se efectuó la revisión oportuna. Los tres coches cumplían los requisitos establecidos. Se dispuso la salida en la puerta del tanatorio. Era indispensable que los familiares de los muertos no supieran nada. Se extrañaron de la coincidencia de los tres finados en el mismo sitio y a la misma hora. La meta se fijó en la puerta de la iglesia. Se podía cortar con una sierra de trepanar la emoción del momento. Rugían los motores. Los duelos respiraban el anhídrido carbónico con sorpresa y desagrado. El responsable del tanatorio, una vez cargadas las cajas y las coronas, dio la salida. La gente corría detrás de los coches. Nunca se había visto nada igual. Los familiares más cercanos se afanaban con la lengua fuera por perseguir el féretro. Otros cejaron en el empeño a las primeras de cambio. Una de las viudas ni siquiera hizo ademán de seguir al ataúd, incluso se la vio feliz por el raudo alejamiento del cadáver. En la puerta de la iglesia, el páter, ataviado con las mejores galas, esperaba con el botafumeiro al primer clasificado. Fue él quien determinó el vencedor de la carrera, rociando de agua bendita el paso del primer coche. No se podría haber encontrado mejor juez. El señalado por Dios eligió al primer vencedor de la competición de coches fúnebres.
El chófer triunfador lloraba de emoción, besaba las manos del párroco y agradecía al Creador ser tan afortunado. Hasta el ataúd que llevaba en el maletero parecía removerse de alegría por el triunfo conseguido. Le colgaron una corona de crisantemos alrededor del cuello y lloró con la emoción de un recién nacido. El páter emocionado, y excitado por la juventud lampiña del piloto, lo besó con golosina en ambas mejillas.
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