En efecto, este escritor de origen biológico
incierto, que según la leyenda fue adoptado sobre la marcha por un taxista, no
tiene los ojos azules ni un hoyuelo en la barbilla, como le hubiera gustado; en
cambio, gracias a su esfuerzo la vida le ha regalado un rostro digno de figurar
en un cartel de Wanted junto a los atracadores del tren de Glasgow. Imagino a
Juan Marsé tumbado en una hamaca en Copacabana, relamiéndose de gusto como un
gato después de semejante hazaña, convertido en un Pijoaparte internacional en busca y captura, dicho sea con toda la
admiración. Aunque ha nacido en Barcelona en 1933, no se siente cobijado por
ninguna bandera bicolor o cuatribarrada; esos trapos suelen estar sucios de
polvo y de sangre, de falsos juramentos o, lo que es peor, de poemas infames de
juegos florales. Cualquier clase de nacionalismo le parece una carroña
sentimental y en esta fobia incluye también a la iglesia católica oficial, que
tantos crímenes ha bendecido con mano anillada en oro. Hay que tener mucho
cuajo para pensar y hablar así, pero Juan Marsé posee el don de envolver sus
invectivas con un humor cáustico, de anarquista irredento, entre la retranca y
el cabreo consolidado, que le exime de cualquier vilipendio y lo convierte en
un simpático gruñón, con licencia incluso para disparar sobre el pianista y
vaciar el cargador haciendo saltar en añicos toda la botillería del mostrador
de la cantina. Este escritor pertenece a esa clase exclusiva de personajes que
son solo proteína, sin un gramo de grasa ni de excipientes, conservantes ni
colorantes. A la hora de hacer literatura también tiene un espacio y un tiempo
propio, poblado de personajes perdedores que van y vienen en su memoria de
chaval durante la postguerra en los barrios del Guinardó, del Carmelo y de
Gràcia, siempre iguales y en cada novela distintos, como agua de un manantial
inagotable. Lejos de escribir de estructuras sociales, asigna a cada héroe su
respectiva chepa, aunque por el fondo de la trama tejida con palabras
corrientes discurre una poesía envasada que nace a medias del rencor y la
nostalgia. Escribe sin verbosidades ni sonajeros, siempre desde una garita
propia. A Juan Marsé también le hubiera gustado tener de joven el juego de
cejas de Clark Gable cuando en la oscuridad del cine Roxy de Barcelona soñaba
con los mismos fantasmas que después cantaría Joan Manuel Serrat. La
fantasmagoría cinematográfica ha sido un caldo de cultivo de su literatura y si
no ha tenido suerte en tantas novelas suyas que han pasado a la pantalla no es
por su culpa. Un rebote más con que cargar en la mochila, un motivo más para
blasfemar. Era un joven subalterno, empleado de una joyería, que iba para
perdedor, con las manos en los bolsillos en las tardes desoladas de posguerra
en Barcelona, pero lo salvaron las lecturas, los héroes literarios. Ya había
hecho varias tentativas de relatos con que ganó algunos premios cuando le
vinieron a ver en sueños un charnego desclasado, ladrón de motos, un tal
Manolo, de apodo Pijoaparte y una
rica muchacha progre del barrio de San Gervasio, llamada Teresa. Esos lances
literarios solo suceden cuando un ángel se sienta en tu hombro. La historia de
las últimas tardes de este tipo con esta chica cayó en manos de aquel grupo que
tomaba whisky en la trastienda de la editorial Seix Barral jugando a ver quién
era más moderno, cáustico y decadente, el propio Carlos, Gil de Biedma,
Castellet, Joan y Gabriel Ferrater. Aquel escritor desconocido que había
mandado ese original había dado en el clavo. Resulta que ese joven no tenía
estudios, pero se parecía a Steve McQueen. Es lo que faltaba a la estética de
aquel grupo, un escritor sin desbravar, con talento, que empleaba un lenguaje
sin más identidad que la extraída a primer sonido de la calle, de los colmados,
del taller, de las películas estadounidenses, de los lances de las chicas de
Pedralbes que pasaban por su lado sin mirarle, de una especie de venganza
contra el pasado, la dictadura, de la falsedad del cartón piedra de la política
oficial y de la realidad inventada por la ficción como una necesidad para
sobrevivir. La ficción es todo lo contrario a la falsedad. La parte que
inventaba era la más auténtica. Juan Marsé es ese escritor con chancletas que
acaricia un perro en casa sentado junto a la mesa de la cocina y también ese
señor disfrazado con un chaqué que recibe el premio Cervantes de manos del rey
de España. Entre estas dos imágenes está la playa de Calafell, las hamacas en
el jardín de Nava de Asunción con Gil de Biedma, los oscuros peluches de
Bocaccio, los garitos de Tuset Street, los martinis
secos en la barra de la botillería Boades, la redacción de la revista Por
Favor, la sombra protectora de Carmen Balcells. Ha aceptado los honores,
premios, medallas y demás metralla, con una sonrisa a medias de conejo y de
impostor. Ha declinado la invitación de ingresar en la Real Academia de la
Lengua, por lo mismo que Groucho Marx rechazaba hacerse de un club que lo
aceptara como socio. Marsé da la sensación de no acabar de creerse lo que la vida
le ha deparado. Tal vez piensa, como Rafael Azcona, que un día llegará a su
casa un individuo de negro investido de autoridad y le pedirá que lo devuelva
todo, que el éxito no ha sido más que una broma.
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