En efecto, este escritor de origen biológico
incierto, que según la leyenda fue adoptado sobre la marcha por un taxista, no
tiene los ojos azules ni un hoyuelo en la barbilla, como le hubiera gustado; en
cambio, gracias a su esfuerzo la vida le ha regalado un rostro digno de figurar
en un cartel de Wanted junto a los atracadores del tren de Glasgow. Imagino a
Juan Marsé tumbado en una hamaca en Copacabana, relamiéndose de gusto como un
gato después de semejante hazaña, convertido en un Pijoaparte internacional en busca y captura, dicho sea con toda la
admiración. Aunque ha nacido en Barcelona en 1933, no se siente cobijado por
ninguna bandera bicolor o cuatribarrada; esos trapos suelen estar sucios de
polvo y de sangre, de falsos juramentos o, lo que es peor, de poemas infames de
juegos florales. Cualquier clase de nacionalismo le parece una carroña
sentimental y en esta fobia incluye también a la iglesia católica oficial, que
tantos crímenes ha bendecido con mano anillada en oro. Hay que tener mucho
cuajo para pensar y hablar así, pero Juan Marsé posee el don de envolver sus
invectivas con un humor cáustico, de anarquista irredento, entre la retranca y
el cabreo consolidado, que le exime de cualquier vilipendio y lo convierte en
un simpático gruñón, con licencia incluso para disparar sobre el pianista y
vaciar el cargador haciendo saltar en añicos toda la botillería del mostrador
de la cantina. Este escritor pertenece a esa clase exclusiva de personajes que
son solo proteína, sin un gramo de grasa ni de excipientes, conservantes ni
colorantes. A la hora de hacer literatura también tiene un espacio y un tiempo
propio, poblado de personajes perdedores que van y vienen en su memoria de
chaval durante la postguerra en los barrios del Guinardó, del Carmelo y de
Gràcia, siempre iguales y en cada novela distintos, como agua de un manantial
inagotable. Lejos de escribir de estructuras sociales, asigna a cada héroe su
respectiva chepa, aunque por el fondo de la trama tejida con palabras
corrientes discurre una poesía envasada que nace a medias del rencor y la
nostalgia. Escribe sin verbosidades ni sonajeros, siempre desde una garita
propia. A Juan Marsé también le hubiera gustado tener de joven el juego de
cejas de Clark Gable cuando en la oscuridad del cine Roxy de Barcelona soñaba
con los mismos fantasmas que después cantaría Joan Manuel Serrat. La
fantasmagoría cinematográfica ha sido un caldo de cultivo de su literatura y si
no ha tenido suerte en tantas novelas suyas que han pasado a la pantalla no es
por su culpa. Un rebote más con que cargar en la mochila, un motivo más para
blasfemar. Era un joven subalterno, empleado de una joyería, que iba para
perdedor, con las manos en los bolsillos en las tardes desoladas de posguerra
en Barcelona, pero lo salvaron las lecturas, los héroes literarios. Ya había
hecho varias tentativas de relatos con que ganó algunos premios cuando le
vinieron a ver en sueños un charnego desclasado, ladrón de motos, un tal
Manolo, de apodo Pijoaparte y una
rica muchacha progre del barrio de San Gervasio, llamada Teresa. Esos lances
literarios solo suceden cuando un ángel se sienta en tu hombro. La historia de
las últimas tardes de este tipo con esta chica cayó en manos de aquel grupo que
tomaba whisky en la trastienda de la editorial Seix Barral jugando a ver quién
era más moderno, cáustico y decadente, el propio Carlos, Gil de Biedma,
Castellet, Joan y Gabriel Ferrater. Aquel escritor desconocido que había
mandado ese original había dado en el clavo. Resulta que ese joven no tenía
estudios, pero se parecía a Steve McQueen. Es lo que faltaba a la estética de
aquel grupo, un escritor sin desbravar, con talento, que empleaba un lenguaje
sin más identidad que la extraída a primer sonido de la calle, de los colmados,
del taller, de las películas estadounidenses, de los lances de las chicas de
Pedralbes que pasaban por su lado sin mirarle, de una especie de venganza
contra el pasado, la dictadura, de la falsedad del cartón piedra de la política
oficial y de la realidad inventada por la ficción como una necesidad para
sobrevivir. La ficción es todo lo contrario a la falsedad. La parte que
inventaba era la más auténtica. Juan Marsé es ese escritor con chancletas que
acaricia un perro en casa sentado junto a la mesa de la cocina y también ese
señor disfrazado con un chaqué que recibe el premio Cervantes de manos del rey
de España. Entre estas dos imágenes está la playa de Calafell, las hamacas en
el jardín de Nava de Asunción con Gil de Biedma, los oscuros peluches de
Bocaccio, los garitos de Tuset Street, los martinis
secos en la barra de la botillería Boades, la redacción de la revista Por
Favor, la sombra protectora de Carmen Balcells. Ha aceptado los honores,
premios, medallas y demás metralla, con una sonrisa a medias de conejo y de
impostor. Ha declinado la invitación de ingresar en la Real Academia de la
Lengua, por lo mismo que Groucho Marx rechazaba hacerse de un club que lo
aceptara como socio. Marsé da la sensación de no acabar de creerse lo que la vida
le ha deparado. Tal vez piensa, como Rafael Azcona, que un día llegará a su
casa un individuo de negro investido de autoridad y le pedirá que lo devuelva
todo, que el éxito no ha sido más que una broma.
lunes, 30 de mayo de 2016
sábado, 28 de mayo de 2016
"Cómo crear el político perfecto" por Javier Bilbao
«Son las paradoxas monstros de la verdad»,
decía el ilustre jesuita aragonés Baltasar Gracián, y si a un político
cualquiera —que ya de por sí tiene algo de mostrenco— le añadimos el adjetivo
«perfecto», se nos queda más bien en criatura mitológica. Sus defectos nos
resultan evidentes entre otras cosas porque nos asaltan constantemente desde
todos los medios, sermoneándonos sin descanso un día tras otro en una campaña
electoral más insistente que el día de la marmota. La imposibilidad de
responder directamente a sus falacias lógicas, a su tergiversación de los
hechos y, en definitiva, a su empeño en tomarnos por tontos, hace que aumente
la frustración: de ella surgen los ríos de bilis que pueden ver contra uno u
otro en las redes sociales y en los comentarios de noticias y artículos. Y sin
embargo puede que la expresión «político perfecto» contenga, pese a todo, su
fondo de verdad. Para Gracián desde luego lo tenía, pues en su obra titulada
precisamente El Político supo a quién colgarle la etiqueta: «El claro
sol que entre todos ellos brilla es el Católico Fernando, en quien
depositaron, la naturaleza prendas, la fortuna favores y la fama aplausos.
Copió el Cielo en él todas las mejores prendas de todos los fundadores
monarcas, para componer un imperio de todo lo mejor de las monarquías».
Pero no hemos venido aquí a ensalzar o
cuestionar a este mandatario en concreto sino a describir cómo debería ser uno
ideal. Para ello nos ofrece muchas pistas la obra de este astuto jesuita nacido
a comienzos del siglo XVII, maestro de Schopenhauer y Nietzsche,
pues además del libro citado, encontraremos en El Héroe, El Discreto, El
oráculo manual y en Arte de ingenio una larga lista de consejos
en torno a la vida en la corte, la mejor manera de medrar en política y, en un
sentido amplio, a manejarse en eso tan complicado que son las relaciones
sociales. Juntando todas las piezas lograremos montar nuestro particular
Frankenstein tan amoral como efectivo, aunque también resultará interesante ver
como cada una de ellas por separado nos recordarán a determinados políticos…
Comenzaremos por el discurso XIII del Arte
de ingenio; nos habla de la importancia de repartir apodos: «Unas semejanças
breves y prontas: relámpagos del ingenio, que en una palabra encierran mucha
sutileza». Precisamente una de las novedades que ha traído el arrollador éxito
de Donald Trump es su afición a colgar motes a aquel que se
cruce en su camino. Pocas veces un candidato ha insultado tanto y tan bien a
sus adversarios, tiene para todos al mejor estilo losantiano: Low Energy Bush,
Little Marco, Lying Ted, Crooked Hillary, Crazy Bernie, Goofy Elizabeth… Los
bautiza atribuyéndoles un término poco usado en el discurso político
convencional que llama la atención y que generalmente alude a un defecto físico
o psicológico del sujeto, de esa manera se fija en la memoria de la audiencia y
a continuación los millones de seguidores de Trump lo repiten sin cesar… y a
los aludidos desde luego les escuece. La periodista Megyn Kelly fue
etiquetada por él como Bimbo (que en la jerga urbana alude a una rubia
atractiva pero sin cerebro) y poco después cambió apreciablemente su aspecto
quizá queriendo espantar ese mote, mientras que el supuestamente favorito Jeb
Bush se disolvió en el aire tras su choque con Trump en el primer debate
republicano. Desde entonces era oírle hablar con su tono desganado e
inevitablemente recordar aquello de «Low Energy». Estaba condenado.
No obstante, algún político podría pensar que
es buena idea imitarle. Craso error. El libro El Héroe está dividido
en veinte capítulos, llamados cada uno «Primor». Pues bien, el séptimo se
titula «Excelencia de primero» y en él nos explica: «Hubieran sido algunos
fénix en los empleos, a no irles otros delante. Gran ventaja el ser primero; y,
si con eminencia, doblada. Gana, en igualdad, el que ganó de mano. Son tenidos
por imitadores de los pasados los que les siguen; y, por más que suden, no
pueden purgar la presunción de imitación». Algo así le pasó aMarcos Rubio cuando
intentó seguir su estilo mencionando el, en su opinión, pequeño tamaño de
las manos de Trump para a continuación preguntarle con malicia: «¿Sabes lo que
dicen de los hombres con las manos pequeñas?». El comentario no le dejó en muy
buen lugar y tenía algo de intento desesperado por imitar la genuina vulgaridad
de su rival. Otro ejemplo más cercano podría ser la plataforma del Partido
Popular «Qveremos»,
mejor que busquen otro nombre porque solo suena a triste copia…
Gracián es a su vez buen político y lo mismo
que dice una cosa, a continuación defiende otra que podría parecer opuesta. En
el Primor XVIII, titulado «Emulación de ideas», nos cuenta: «Carecieron
por la mayor parte los Héroes, ya de hijos, ya de hijos Héroes; pero no de
imitadores: que parece los expuso el cielo más para ejemplares del valor, que
para propagadores de la naturaleza. Son los varones eminentes, textos animados
de la reputación, de quienes debe el varón culto tomar lecciones de grandeza,
repitiendo sus hechos y construyendo sus hazañas». ¿Les suena? Yo al menos veo
a Rivera intentando tomar de ejemplo a Suárez.
«Que el Héroe platique incomprehensibilidades
de caudal». Así se titula otro primor, que detalla cómo «gran treta es
ostentarse al conocimiento, pero no a la comprehensión; cebar la expectación,
pero nunca desengañarla del todo (…) Excuse a todos el varón culto sondarle el
fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta
que se le halló vado». Es decir, no ser del todo claro, mantener cierto enigma,
quizá recurrir a cierta pedantería como el pulpo a la tinta. No se me ocurre ahora
mismo un ejemplo concreto de político cuyo núcleo pueda irradiar palabrería
abstrusa con la que pretendiendo revelar mucho no acabe diciendo nada. Pero
alguno habrá.
El número XVI tiene por nombre «Renovación de
grandeza» y dice así: «Amanezca un Héroe con esplendores del sol. Siempre ha de
afectar grandes empresas; pero en los principios, máximas. Ordinario asunto no
puede conducir extravagante crédito, ni la empresa pigmea puede acreditar de
jayán. (…) Alterna el sol horizontes al resplandor, varía teatros al
lucimiento; para que en el uno la privación, y en el otro la novedad, sustenten
la admiración y el deseo. La mayor perfección pierde por cotidiana, y los
hartazgos della enfadan la estimación». Este diría que es el punto más
frecuente en la clase política, pues hace falta tener una magnífica opinión de
uno mismo para considerarse la persona más apta en dirigir un país. Basta que
le pongan un micrófono delante a uno para que proceda a jactarse de su
desbordante potencia mental y física, bien aludiendo a sus matrículas de honor,
a su capacidad de correr diez kilómetros en cinco minutos y veinte segundos, a
creer a la manera deSaparmurat Niyazov que el libro que ha escrito
garantiza el ingreso al paraíso si se lee tres veces o bien destacarse no por
la calidad sino por la cantidad de la obra, como el difunto líder
norcoreano que afirmaba ser el autor de dieciocho mil libros, entre otras
increíbles proezas. Pero, como bien dice Gracián, los hartazgos enfadan la
estimación, así que entre un ser humano y Kim Jon Il hay un término
medio virtuoso, que es Putin.
Concluiremos este breve repaso a El
Héroe precisamente por la manera que propone de retirarse de la vida
pública. «Que el Héroe sepa dejarse, ganando con la fortuna» es el primor X:
«Gran providencia es saber prevenir la infalible declinación de una inquieta
rueda. Sutileza de tahúr, saberse dejar con ganancia, donde la prosperidad es
de juego, y la desdicha tan de veras (…) porque tan gloriosa es una bella
retirada como una gallarda acometida». Lamentablemente muy pocos saben irse en
el momento justo, cuando están en la cresta de la ola. Y menos aún saben ser
discretos como expresidentes.
Pasaremos ahora a tratar El Oráculo
manual, el arte de la prudencia. Un brillante compendio de trescientos
aforismos que escribió años después de las anteriores, recogiendo y ampliando
la sabiduría de tantos años de estudio y de su propia experiencia como
cortesano. Todo en ellos es cálculo, autocontrol, apariencia y manipulación: es
el manual del perfecto psicópata. Leyéndolo la imagen que uno se monta es la de
que hay que ir siempre con segundas y hasta terceras intenciones en un mundo
que tiene algo de partida de póquer en la que calcular la jugada propia en
función de las rivales, de representación teatral en la que fingir siempre un
papel y de selva en la que no puede esperarse piedad, lealtad o franqueza.
Parece que así es la vida y así es la política.
«Conocer a los afortunados para escogerlos, y
a los desdichados, para rechazarlos». He ahí la primera regla para trepar en
cualquier jerarquía y que no le pase a nuestro político modélico como a aquella
actriz tan tonta que para conseguir un papel se acostó con el guionista.
«Conocer las insinuaciones y saber usarlas» es otro de los aforismos, que
encuentra su justo complemento en «ser un buen entendedor». Muy razonables,
aunque más fáciles de enunciar que de poner en práctica. A diferencia del más
concreto «no compartir secretos con el superior», dado que quien cuenta a otros
una confidencia se hace su esclavo. Por ello otro similar es «no confiar a otro
la reputación sin tener la suya como garantía», pues si todo el mundo recibe su
sobre nadie destapará la liebre. «No es necio el que hace la necedad, sino el
que, una vez hecha, no la sabe encubrir». Este es bueno, no olvidemos que el
llamado efecto Streisand recoge aquellos ejemplos de
ocultación frustrados, pero no aquellos que tuvieron éxito… «Actuar siempre
como si nos vieran» parece particularmente valioso para estos tiempos en los
que de todo queda constancia grabada y una y otra vez acaban siendo noticia
conductas que se creían privadas.
En línea con ese constante disimulo tenemos
también el de «no descubrir el dedo malo», reverso a su vez de «encontrar el
punto débil de cada uno». El cual puede reformularse en otro aforismo:
«Convertir los premios en deudas de gratitud». Para lo que el erario público
resulta servir siempre de caja sin fondo. Y hablando de corrupción y
enchufismo, si tuviéramos que explicar los motivos del deterioro institucional
que hemos vivido en los últimos años y de la profunda mediocridad de las
cúspides de tantos partidos políticos, tal vez no encontremos mejor respuesta
que: «No acompañarse nunca de alguien que le pueda deslucir». Una estrategia
eficaz para la supervivencia individual, que en nuestro país se ha utilizado
muchísimo, pero que colectivamente termina provocando el colapso.
«Hacer y aparentar. Las cosas no pasan por lo
que son, sino por lo que parecen. Valer y saberlo mostrar es valer dos veces».
Nunca tan pocas palabras han definido mejor la función política que esta. Proponer
pactos de Estado, campañas de sensibilización, observatorios, instar mociones
de condena de acontecimientos ocurridos en otros países o épocas… Casi nada de
ello termina teniendo el más mínimo impacto en la realidad, pero aparenta
resolver algo y eso vale. Otra forma de aparentar es «saber desviar a otro los
males». Ya saben, la herencia recibida, el contexto internacional, la Merkel y
Madrit.
Aunque Gracián no pensaba en el político de
una democracia que tuviera que manejarse con la opinión pública, varios de sus
consejos parece que tuvieran esto en cuenta, como «divulgar algunas cosas: para
valorar su aceptación, para ver cómo se reciben, especialmente cuando se duda
de su acierto o agrado», es decir, la clásica estrategia del globo-sonda.
También tenía presente la dictadura de las mayorías cuando recomendaba «antes
loco con todos que cuerdo a solas», que tantas veces nos hace sospechar del
oportunismo con el que surfean olas de indignación ciudadana sin que realmente
se crean lo que están diciendo y asumiendo en su fuero interno que es,
simplemente, lo que toca decir para llegar al poder o mantenerse en él. Un
cinismo —o realismo, según se mire— que encuentra su colofón en una enseñanza
de enorme sabiduría con la que concluimos y que debería ser escrita en el BOE,
en el Título Preliminar de la Constitución y esculpido con grandes letras en el
frontispicio del Congreso de los Diputados: «Tontos son todos los que lo
parecen y la mitad de los que no lo parecen».
"Petrarca el seductor" por Emma Rodríguez
“Nadie por ser joven dude en filosofar ni por
ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de
su alma”, escribió Epicuro en Carta a
Meneceo. Su consejo parece haber llegado a los impulsores del Instituto de
Humanidades Francesco Petrarca, en Madrid, un espacio de encuentro y formación
donde la media de edad se sitúa en 58 años, el alumno más joven tiene 18 y el
mayor está al borde de los 90. “Tenemos hijos y padres, incluso abuelos,
asistiendo a la vez a nuestros cursos”, señala la directora, Cristina Alonso, a
quien tres años de andadura le han demostrado el interés que despiertan las
humanidades, cada vez más denostadas en los planes educativos.
“Compartir aprendizajes con mis padres es muy
motivador. Como si nuestro mundo se hubiera abierto. Tenemos más temas de
conversación y el tiempo que pasamos juntos ha ganado en calidad”, asegura
Elena Guisado, de 35 años, ingeniera de Caminos, igual que Francisco, su padre.
Los dos acudieron al centro impulsados por Concha, la madre, licenciada en
Filosofía. La cultura clásica, la historia, la neurolingüística, el
pensamiento, son puentes que les unen. “En mi caso, conocer el pasado me lleva
a comprender el presente. Ahora disfruto más cuando viajo, entiendo mejor la
política nacional e internacional. Tengo una visión panorámica e integradora de
las cosas. Estoy más en el mundo, y eso me ayuda en la relación con mis hijos”,
explica Elena.
Su perfil de profesional de ciencias que
busca cubrir el vacío en los ámbitos de letras es muy común en el centro, al
que también acuden empresarios, banqueros y ejecutivos que quieren desconectar
de sus actividades; periodistas que desean ampliar sus conocimientos sobre realidades
tan complejas y de tanta actualidad como la del islam; mujeres mayores con
inquietudes culturales, veteranos médicos o abogados que “aportan su
conocimiento, su sabiduría, incluso a los profesores, que suelen ser más
jóvenes”, señala Cristina Alonso.
La formación integral de la persona y el
diálogo generacional son los signos distintivos del Instituto Petrarca. Huir de
la banalidad y la información tóxica, adquirir una cultura más profunda para
tener criterio propio a la hora de interpretar el mundo, son algunas de las
motivaciones de quienes llaman a su puerta. “Las preguntas sobre el sentido de
la vida no han variado mucho desde la época de los griegos”, argumenta la
directora, aunque constata que ahora hay mayor interés por la neurociencia e inquietud
por el futuro al que nos está conduciendo la técnica, por todo lo que estamos
perdiendo por el camino.
“A veces los alumnos llegan estresados. Les
decimos que se quiten de encima la rigidez del trabajo y los agobios, que
apaguen el móvil y se dispongan a cambiar de siglo”, dice Alonso. Es lunes por
la tarde y cerca de 50 personas –un cuarto de ellas de pelo blanco– toman notas
y plantean preguntas sobre Stalin dentro del curso Personajes malditos impartido por Bruno Pujol.
Profundizar en otra época, en cierto autor,
en un periodo de la cultura, es una forma de resistir al exceso de actualidad,
de parar y hacerse preguntas, de recuperar la contemplación. Algo muy
necesario, indica el pensador coreano Byung-Chul Han en su ensayo El aroma del tiempo. Estudiar, no para
aprobar exámenes, sino como fuente de enriquecimiento, es un placer para
quienes consideran que crecer y evolucionar es un proceso permanente, sin edad,
y que la existencia es mucho más que tiempo para la productividad y el
rendimiento.
lunes, 23 de mayo de 2016
Kafka y Muñoz Molina en Youtube según mis alumnos
Como ejercicio final en la clase de Literatura Universal, mis alumnos de 2º de bachillerato han elaborado unos vídeos que hemos colgado en Youtube. Son comentarios de animación a la lectura de las novelas La metamorfosis de Kafka y Plenilunio de Antonio Muñoz Molina. Nada que ver con los ´booktubers` que circulan por ahí. Mis alumnos son mucho más originales y más profundos. No os perdáis el resultado. Gracias por la colaboración de David Beas, Víctor Rubio, Marina Cabrera, Jennifer Tierno, Eva Luis, Arancha Álvarez, Ana María Rubio y Elena Hortelano.
domingo, 22 de mayo de 2016
viernes, 20 de mayo de 2016
"El día que Pardo Bazán y Galdós se juraron sexo eterno" por Carlos Mayoral
A doña Emilia Pardo Bazán le ha
dado por fumar en estas últimas tardes del siglo XIX. No lo hace tanto por
gusto, pues el aroma no le resulta demasiado agradable. Es más una cuestión de
rebeldía. El tabaco, ese vicio reservado al hombre, es visto entre sus manos
como una frivolidad de cuya imperfección no tiene derecho a jactarse. Pero ella
había venido a provocar, a despertar en la moral española la justicia que había
podido palpar durante sus distintos viajes por Europa. El tacto de la hierba
liada sobre sus labios le permite concentrarse en los momentos finales de,
probablemente, la época más agitada de la historia política española.
En torno a esa agitación puede apreciar cómo
se arremolinan una serie de personajes que tienden a hacer suyo el cortijo de
la literatura decimonónica. Todos son hombres y todos desprecian a la Gertrudis
Avellaneda o a la Concha Arenal de turno. Ella los observa con el
colmillo afilado. No ha dejado que nadie marque su camino, así que no hará lo
propio con aquella jauría. El último que lo había intentado había sido su
marido, quien al leer uno de sus textos naturalistas le había exigido una
rectificación inmediata. Ella rectificó, sí. Pero en lugar de renegar de la
obra renegó de él. Resultado: una obra maestra a la luz y una separación
conyugal a la sombra.
Pero a la España literaria del XIX le falta
muy poco para pasar del incendio controlado a la catástrofe desbocada. En
concreto, la chispa sale de aquel cigarro que la condesa sostiene sobre la
comisura de su boca. De la mera observación pasa a la acción: lleva la voz
cantante en las tertulias, ocupa el primer plano en los estrenos teatrales y
publica las críticas literarias más mordaces. Es un terremoto. Una mujer con un
temperamento inigualable, algo que le valdrá una enemistad enconada con
aquellos que le afeaban su actitud fumadora. Pero ella continúa y, ya con
alguna obra maestra a sus espaldas, busca ese reconocimiento reservado para
hombres («cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio»). No hay
Academia tampoco para ella, como no la hubo para Concha o para Gertrudis, pero
esta vez no hay silencio ante la injusticia. En una reunión a cargo de la docta
institución, alguien le ofrece una silla: «No, gracias. Ya conseguiremos que
una mujer se siente por méritos propios».
Los dueños del cortijo, por supuesto, no
pueden permitir esta intromisión. Entre los que desfilan por las tripas de esta
enemistad encontramos, por ejemplo, a José María de Pereda, maestro del
realismo: «Padece la comezón de meterse en todo, de entender de todo y de
fallar de todo». También quiso lapidar a gusto el ínclito Juan Valera: «Así,
lastrada por la lactancia y el embarazo, no puede entrar en la Academia».
Incluso algunos apuntaron a su físico a la hora de arrojar la piedra. Fue el
caso de Baroja: «Es de una obesidad desagradable». El epílogo a esta
triste retahíla lo puso Clarín: «El día que se muera, habrá fiesta
nacional».
Sin embargo, uno de los personajes que
también puebla los pasillos del recinto deambula ajeno al glamur y al codazo, a
la piedra y al insulto. Es un tipo solitario e introvertido. Cuentan algunos
que compra billetes de tren sin importarle el destino, solo pone como condición
que el asiento pertenezca al vagón de tercera. En él se mezcla con la capa baja
de la sociedad española: ladrones, usureros, maleantes y toda clase de seres
marginales. Conversa con ellos y de ahí extrae algunos de los personajes que más
tarde poblaran sus novelas. Se deja ver por el ambiente literario, a veces
incluso formando parte de la seductora escena, pero su corazón está en otro
sitio. Algunos buscan la confrontación, pero él escapa de ella a lomos de ese
vagón de tercera que no le lleva a ninguna parte. Su nombre es Benito
Pérez Galdós, y está a punto de toparse con la condesa de Pardo Bazán.
Un encuentro
epistolar
Las pupilas de Benito y Emilia chocan en el
momento en el que ambas estrellas brillan con más fuerza. Él ya ha publicado
varios títulos que le han convertido en la referencia novelística del país y
ella ha introducido el citado naturalismo en la península a través de La
cuestión palpitante. El mejor reflejo de su relación se percibe a través de la
correspondencia que mantuvieron entre ellos. Correspondencia que aún hoy, siglo
y pico más tarde, sigue escandalizando a más de uno. Pero vayamos por partes.
Ella es una mujer rebelde y ambiciosa. Él, un tipo tímido y desdeñoso. Ambos
tienen una opinión, digamos, abierta de lo que suponen las relaciones sexuales.
Todo aquel que ha agitado estos ingredientes en la coctelera sabe que la mezcla
puede pasar de una delicia a una bomba en cuestión de segundos. Y algo de todo
esto se aprecia en la evolución que la relación entre Pardo Bazán y Galdós
habría de mostrarnos.
En un primer momento, la relación se torna
amistosa, con una admiración patente en las primeras fórmulas con las que la
condesa recibe a Galdós. Ella lo ve como un maestro, término que utiliza en
algunas de las misivas. También se adivina un cierto coqueteo previo al
estallido del amor, como si ella lo hubiera deseado de una manera maternal. Él
era un hombre enfermo y triste, que siempre transmitía la necesidad de ser
ayudado. Ella, por el contrario, es la gran dama aristócrata que no necesitó a
ningún hombre para fortalecer su posición. Con un erotismo que se puede
masticar detrás de cada párrafo, intenta aprovechar su indefensión como así
demuestran algunas cartas.
Antes de que me conocieses, cuando no nos
unía sino ensoñadora amistad, ya me figuraba yo (con pureza absoluta, que ahí
está lo más sabroso de la figuración) las delicias de un paseíto ensemble por
Alemania. Los que habíamos dado al través de Madrid me tenían engolosinada, y
pensaba yo para mí: «Qué bonito será emigrar con este individuo. […]
Parece delicado de salud: le cuidaré yo que soy robusta; me lo agradecerá: me
cobrará mucho afecto, y ya siempre seremos amigos». […] En otras cosas no
pensaba, palabra de honor. Tu aparente frialdad, el respeto que te tenía,
tu aspecto formal y reservado, me quitaron esa idea enteramente.
Pero pronto empieza a calentarse el tono. Ya
hemos dicho que Galdós era un hombre bastante mujeriego, puede que algo
sapiosexual a juzgar por los nombres que le acompañaron en su periplo erótico,
y quizás por esto vio en Pardo Bazán una presa perfecta con la que saciar su
hambre. Algo parecido pasa con doña Emilia. Siente que el hombre que tiene al
otro lado de la correspondencia le estimula no solo carnalmente, sino que
gracias a él también resulta trasladada a un punto intelectual nunca antes
visitado, y esto le resulta más tentador si cabe.
Es así como empiezan a intercambiar
información literaria con el único afán de impresionar a la persona que hay al
otro lado de la carta. Galdós le explica los argumentos de sus novelas,
información que no comparte con nadie más que con su condesa («¿y a quién vas a
contar sino a mí los argumentos de tus novelas?», pregunta ella en una de las
cartas). Pero la gallega también hace partícipe a su amante de los quehaceres
literarios que le atormentan, buscando afianzar un camino que, hasta entonces,
estuvo plagado de bandazos. Ella es lo que hoy etiquetaríamos como una
intelectual: publica artículos políticos, ensayos, críticas literarias… pero no
goza del talento narrativo que exhibe don Benito. Se retroalimentan, se
desmenuzan y se critican. Es una relación que acaricia con una mano la
literatura mientras, con la otra, disfruta del sexo.
Por el camino he pensado una novela, pero no
se titula El hombre; se tiene que titular (a ver si te gusta) Tili
Carmen. Es la historia de una señora virtuosa e intachable; hay que variar la
nota, no se canse el público de tanta cascabelera […] ¿Qué opinas?
Pero, apenas dos renglones más tarde, la
conversación literaria da paso al cariño:
No me destierres al fin de ese corazón mío.
Eternamente
acostados
Los encabezados de las páginas van cambiando
poco a poco. El «maestro» va dando paso a «miquiño», y en cada palabra que
doña Emilia le escribe al ilustre canario se puede percibir el erotismo al que
ya se habían abrazado con fuerza. No obstante, ambos siguen ocultando el
romance quizás por miedo a lo que la opinión pública pueda pensar al respecto.
Ellos, pioneros en el uso del lenguaje, utilizan un término para referirse a
esta forma de vivir el amor: «maquiavelístiquidisimuliforme».
Él declara en el homenaje a Jacinto
Benavente: «Sin mujeres no hay arte, son el encanto de la vida». Ella ya se ha
acostumbrado a vivir con sus hijos reclutados a medio camino entre
A Coruña y Sanxenxo, así que prepara el viaje que habrá de reforzar sus
pasiones. El destino elegido es Alemania, cuna del Romanticismo que les hubo
precedido. Y allí estallan. El amor y el sexo les persiguen, pero ellos
prefieren dejarse alcanzar solo por el segundo. Así son felices. Doña Emilia,
siempre fogosa, refleja su deseo de sexo eterno así:
Sí, yo me acuesto contigo y me acostaré
siempre, y si es para algo execrable, bien, muy bien, sabe a gloria… porque
tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro.
Pero a pesar de haber intentado ocultar el
amor detrás de la actividad sexual, el sentimiento de pertenencia estaba ahí.
No tanto por parte de la condesa, que aceptó con cierta elegancia los escarceos
de Galdós con Lorenza, una joven inculta pero de físico imponente a la que
Galdós veía como complemento perfecto a la docta capacidad de Emilia. Ese lujo
que el canario ya no ocultaba, necesitando del amor hoy lujuria, mañana
conversación y pasado quién sabe, fue aceptado por ella a través de la triste
resignación que el machismo del XIX inculcaba.
Sin embargo, todo cambia cuando, en Barcelona,
la Pardo Bazán decide cerrar la Exposición Universal del 88 arropándose con la
misma sábana que Lázaro Galdiano. Don Benito no puede tolerar esta infidelidad,
pues alimenta los estómagos hambrientos de aquellos que tachaban a la condesa
de mujer obscena y libertina. Se lo hace saber a su amante, y esta contesta con
unos párrafos que tanto tienen de arrepentimiento como de moral intacta.
Nada diré para excusarme, y solo a título de
explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error
momentáneo de los sentidos […] Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues
aunque ya lo has hecho, y repetidas veces, a mí me sirve de alivio el reconocer
que te he faltado y sin disculpa ni razón.
Aquella traición espontánea y aquel perdón
templado desembocaron en algún personaje infiel que pasó a poblar la obra
galdosiana (las mayores pruebas se pueden palpar en los títulos La
incógnita y Realidad) pero, sobre todo, en el ocaso de una pasión
que, meses atrás, parecía no tener fin. Las patadas que Galdós notó en el
vientre de Lorenza hicieron el resto. Para cuando quiso disfrutar de su
paternidad en Santander, Emilia ya lloraba la muerte de su padre, probablemente
el hombre más importante de su vida. Se acerca el fin.
De la mano
hasta el final
Ya con el siglo XX entrado en años, Galdós
espera tranquilo a que la tertulia que ha de celebrarse en su casa comience. A
sus setenta y dos años hay tres situaciones que ya no tienen vuelta atrás. La
primera, su ceguera, que ya es total y, además, amenaza con destruir el poco
ánimo que le queda. La segunda, su capacidad creativa. Apenas le queda espacio
literario por abarcar y, para colmo, su viejo bastón ya no es capaz de mantener
en pie aquel cuerpo ajado en sus largos paseos por el suburbio (principal fuente
argumental de su obra). Y, tercero, es consciente de que morirá soltero, sin un
corazón al que agarrarse cuando la muerte se le aparezca una mañana cualquiera.
En dicha tertulia, Margarita Xirgu, la
veinteañera que cumple con el papel de estrella teatral del momento, le habla
de una condesa gallega, robusta, indestructible. Él disfruta escuchándolo. Le
cuenta cómo de aquella mujer han salido algunas de las voces más insistentes a
la hora de exigir un Nobel para el escritor canario. Le relata, a su vez, la
importancia que el voto de aquella condesa tuvo a la hora de cumplir con el
reconocimiento más emocionante a la carrera de don Benito: la estatua que poco
antes había podido acariciar entre tinieblas.
Él asiente con orgullo. Sabe que la ceguera
nunca podrá borrar la forma de aquella caligrafía que, carta a carta, se fue
grabando con fuerza en su memoria. Tampoco, por mucho que lo intente, la
enfermedad podrá acabar con el sonido de algunos párrafos inolvidables que
ahora escucha claramente.
Triste, muy triste […] me quedé al separarme
de ti, amado compañero, dulce vidiña […]. Hemos realizado un sueño, miquiño
adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que a los treinta años yo no
creía posible.
Al otro lado de la península, en
A Coruña, doña Emilia agota sus últimas horas antes de volver a Madrid
para ocupar su cátedra de Románicas en la Universidad Central. Ya se ha
convertido en un símbolo del feminismo en España, con hitos como, precisamente,
convertirse en la primera catedrática del país. Su reconocimiento literario ha
llegado, aunque no ha sido capaz de ocupar el ansiado sillón académico por su
condición de mujer. No le preocupa, ha sido feliz.
A pesar de encontrarse fuerte y sana, pocos
meses después de la muerte de Galdós se verá obligada a acompañarlo tras una
extraña complicación gripal. No hubo fiesta nacional, como auguró Clarín, pero
sí la sospecha de que dos almas tan unidas no podían alejarse tanto. Quizás
doña Emilia, en su lecho de muerte, todavía escuchara los ecos de una
correspondencia inolvidable, de unos renglones geniales. Al fin y al cabo, el
testimonio de su amor no podría haber permanecido entre nosotros de otra manera
que no fuese bajo su propia prosa. Y es que ellos, maestros en la materia, lo
supieron mejor que nadie: una palabra vale, a veces, más que mil imágenes.
Pues bien: yo no quiero que me dejes. No; tú
eres para mí. Para mí tus besos todos, todos.
domingo, 15 de mayo de 2016
"Ética y estética en el ´Quijote`" por Rafael Sánchez Ferlosio
Entre las cosas que halló Cervantes con el Quijote está la de que
todo juicio estético guarda alguna relación con una antigua ética. Así, ya el
mismo Don Quijote es figura paródica de un viejo personaje heroico y, por lo
tanto, ético, socialmente periclitado, o sea al que no le queda nada que hacer
en este mundo nuevo, ni, particularmente, con las armas nuevas a las que impone
plantar cara, y cuyo lenguaje es una anticuada jerga literaria sobreactuada o
sobrecargada de adjetivos laudatorios que encarecen la nobleza y esplendor de
su pintura.
Para Don Quijote “poner en efecto su pensamiento” consistía en
actuar al dictado de un texto escrito en el futuro, pero con el lenguaje, ya en
su tiempo anticuado, de los libros de caballería.
“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando
consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda si no que en los venideros tiempos,
cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio
que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan
de mañana, desta manera?: Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de
la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don
Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo
Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel”.
Si la aventura de Don Quijote consiste en una ficción lúdica y
gratuita como la que acabo de transcribir, me parece que habría que reconocerla
como una aventura estética o, incluso, literalmente, artística. Y si reparamos
ahora en la simulación paródica del lenguaje anticuado que redunda como ficción
interna, ficción de ficción, esta aventura lúdico-artística, en cuanto tal
parodia no puede ser paródica más que de una aventura ética. Para hacerle el
debido contrapunto ético tendríamos así pues que buscar alguna aventura ética
no paródica. Como emprendiéramos ese camino llegaríamos a apelar, por ejemplo,
al Cantar de Mío Cid, que es, efectivamente, un texto ético pero no paródico;
por eso nos conformaremos con la noble y bellísima solución del propio Don
Quijote: recurrir al simple encarecimiento de un ayer éticamente digno de
añoranza:
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la
espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo
inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su
diabólica invención con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite
la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad
del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una
desmandada bala de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el
fuego al disparar de la maldita máquina, y corta y acaba en un instante los
pensamientos y vida de quien la había de gozar luengos siglos”.
domingo, 8 de mayo de 2016
"Huellas inéditas del último amor de Lorca" por Antonio Lucas
Ya se sabe: fue el más intenso de los amores que sumó Federico
García Lorca. A él le escribió los Sonetos
del amor oscuro. A él le debe algunas de las simas más fuertes del ánimo. A
él le confía secretos, dibujos, fotos y probablemente algunos manuscritos
desaparecidos durante el asedio a Madrid en la Guerra Civil. Su historia
es compleja por tantos matices, por ciertas penumbras. Pero de ella queda
rastro en algunos documentos aún inéditos (o hasta ahora poco conocidos). Y,
sobre todo, en la excelente obra de teatro que trazó Alberto Conejero, La
piedra oscura, destacada en la última gala de los Premios Max con cinco galardones.
La historia del poeta y el joven Rafael Rodríguez Rapún comienza
a mediados de 1932. Coinciden en la órbita de La Barraca (el grupo de teatro ambulante y universitario
impulsado por Lorca y mantenido por la República) y se quiebra en la madrugada
del 17 al 18 de agosto de 1936, cuando en el paraje del Barranco de Víznar
(Granada) una escuadra negra al servicio del capitán Nestares dispara por la
espalda a Federico García Lorca junto a los banderilleros anarquistas Francisco
Galadí y Juan Arcoyas Cabezas y el maestro de escuela Dióscoro Galindo.
Un año después, exactamente el 18 de agosto, moría desangrado
en el Hospital Militar de Santander Rafael Rodríguez Rapún, herido tres días
antes en el frente de Bárcena de Pie de Concha (Cantabria). Tenía 25 años. Así
acaba la historia hermosa y terrible de estos dos hombres remachados por una
pasión que los llevaba del cielo al infierno por la vía rápida. Si andaban
juntos ninguna hormona estaba en su sitio. Habían construido su relación como
otra placenta donde los amantes se procuraban un mundo fuera del mundo. Pero se
querían también a la deriva, entre encuentros y desencuentros.
Y así llegó la guerra. La muerte de Federico empujó a Rafael a
alistarse. Fue teniente de Artillería, formado en la Escuela Popular de Guerra
en Lorca (Murcia). Quiso a Federico sin saber muy bien cómo se quiere en estos
casos. Rapún era estudiante de Minas y Derecho. Rapún destacaba entre los
juveniles del Atlético de Madrid. Rapún era un muchacho apuesto, parido en
Madrid en 1912. Exactamente 14 años menor que Lorca. Rapún era bisexual ("Tan
cerdo que se acostaba con mujeres". Así le dijo a Luis María Anson el
crítico Juan Ramírez de Lucas, otro joven amante de Lorca). Por entonces la
vida aún era buena, y noble y casi sagrada. Pero el destino empezaba a insinuar
que todo triunfo es siempre inestable.
Durante más de 70 años los hermanos de Rafael han conservado su
memoria entre varias cajas y una maleta de cartón: documentos inéditos,
fotografías de Federico dedicadas, dibujos del poeta en seis o siete libros...
María y Tomás Rodríguez Rapún salvaron este archivo hoy casi por entero
desconocido. "Aunque probablemente
Rafael dejó lo más comprometido en otras casas o lo destruyó", explica
Conejero. Sacaron lo que pudieron de la casa familiar de la calle Rosalía de
Castro (hoy calle Infantas) cuando en 1937 un obús entró por la cocina y
reventó el piso. "Entonces nuestra familia se trasladó durante algunos
meses al palacio de Villahermosa, sede actual del Museo Thyssen, donde estaba
uno de los refugios de Madrid", explican las sobrinas de Rafael Rodríguez
Rapún y herederas del archivo familiar: Sofía y Margarita. "Desde niñas
hemos oído el relato de aquellos días. Mi padre y mi tía nunca ocultaron
la relación de Rafael con Lorca, pero no era algo de lo que les gustara hablar
demasiado. Sobre todo si quien preguntaba iba derivando hacia la intimidad.
Ellos conservaron este archivo que muy pocos conocen. Sabían del valor que
tiene para entender la relación de nuestro tío con García Lorca y cómo fueron
aquellos dos últimos años de ambos".
Entre otros fetiches destaca una fotografía inédita de carnet del
poeta que, en su reverso, tiene una dedicatoria que sí ha sido reproducida: "A
Rafael, recuerdo de su entrañable y leal camarada. Federico. ¡Barraca!
¡Barraquita!". Es una imagen de 1935, de perfil. Regalo de Lorca a Rapún
poco antes de viajar a Valencia. Allí escribió el poeta algunos de los 11 Sonetos del amor oscuro en cuartillas
con membrete del Hotel Victoria. Era el mes de noviembre, Margarita Xirgu representaba Yerma y él esperaba con inquietud
la llegada de Rafael, que decidió no aparecer y cuya ausencia adquirió en esos
días el contorno de una pesadilla: "Amor
de mis entrañas, viva muerte,/ en vano espero tu palabra escrita/ y pienso, con
la flor que se marchita,/ que si vivo sin mí quiero perderte". Su
relación estaba dolorosamente de acuerdo con su obra.
Lorca sufría. Lloraba a Cipriano Rivas Cherif, director
de la compañía teatral Xirgu-Borrás. De forma turbia los amantes se enredaban y
desenredaban. Hay un esfuerzo conmovedor por estar juntos y una realidad que
tiene algo de imposibilidad y de enmienda malograda. Ya no está el Federico
pianístico y alegre, frívolo, divertido. Sino el hombre angustiosamente libre
para el desengaño. El de fondo nocturno en la risa. El de esa soledad que en el
creador de éxito cuesta imaginarse. El que irrumpe en los Sonetos es el tipo
abatido, el que se siente matar por lo que no entiende. Rapún va con mujeres.
Pero Rapún también le quiere mientras Federico lo ama. "Fue su más
hondo amor, su cómplice en La Barraca,
su compañero. Rechazó marchar con la Xirgu a América en enero de 1936 porque
Rapún estaba preparando exámenes y le resultaba insoportable la idea de
separarse", explica Conejero. El drama social se acercaba a 1936 y el
drama pasional de Federico se ponía en línea con todo el maleficio que quedaba
por delante. Rapún le fue tan apasionado y fecundo que se convierte en alguien
inseparable e indivisible. Pero no siempre del lado de la alegría. "Pese a
la clandestinidad y a los accidentes de una relación de años, tuvo también su
parte de amor feliz, intenso, pleno de complicidad. A Rafael, por ejemplo, le
confió una copia de El público para que la mecanografiase en el
verano del 36. Con él vivió La Barraca. Con
él mantuvo goces y desdenes", advierte Conejero.
Sonetos del amor oscuro
A Rapún le dedicó aquellos sonetos prodigiosos y le dejó también
un ajuar de cariños en dedicatorias y dibujos. Todo ese material lo maneja
Alberto Conejero y en él trabaja desde hace dos años para dar forma a un ensayo
que pone en pie la figura del amante y la importancia decisiva que éste tuvo en
el ánimo del poeta durante los últimos compases de su vida. Hay puntos secretos
de esa relación (bien lo sabe Conejero) donde la verdad cristaliza como no se conoce
hasta ahora. Rapún y Lorca llevaron su pasión descoordinada a cuestas. Una
pasión que va más allá de los cuatro momentos estelares que han fijado las
biografías. Rafael estaba bien enclavijado en el mundo íntimo de Lorca. Éste le
presentó a algunos de sus mejores amigos. Aleixandre le dedica la
primera edición de Pasión de la tierra haciendo mención a los poemas del
joven, aunque hasta ahora no se ha descubierto ninguno entre los papeles que
dejó. Asimismo, Pablo Neruda le hace un guiño en un ejemplar de Residencia
en la tierra: "A Rafael, que viene aullando".
- ¿Le leyó Federico alguno de los sonetos a Rafael?
- Es muy probable. Igual que se los leyó a Cernuda (parece que
mientras Federico tomaba un baño en su casa de la calle Ayala de Madrid), a
Aleixandre y a otros cuantos amigos cercanos. Pero de aquel conjunto de poemas
se han perdido seguramente aquellos que celebraban más el amor carnal, como
este: "¡Oh cama de hotel, oh
dulce cama!/ Sábana de blancuras y rocío./ ¡Oh rumor de tu cuerpo con el mío!/
¡Oh gruta de algodón, penumbra y llama!".
El mundo estaba bien hecho hasta que el zumbido de la Guerra Civil
se encargó de aportar su locura a esta sucesión de amor y desvelos. Militares
gañanes y hombres armados con palitroques empezaron a tomar posiciones en la
vida de los otros. Era 1936 cuando España comenzó a resquebrajarse y la brisa
de los olivos cambió por un ruido de estacas. La despedida entre ambos fue una
más de las suyas. Nada hacía presagiar que fuese la definitiva. "Aunque
estaba ya paseando el fantasma de la guerra, no creo que ninguno pensara ni por
un momento que jamás se volverían a ver. Rapún marchó de vacaciones a Donosti
después de los exámenes, donde le pilló el arranque de la guerra y tuvo que ser
escondido por unas amigas", sostiene Conejero. Lorca se quedó en Madrid
hasta que decide ir a Granada a pasar el día de San Federico. Edgar
Neville le insiste para que no haga el viaje a casa. Seguramente hablaron
por teléfono a lo largo de todo ese mes. Hasta mediados de julio, por lo menos.
Y ya nunca más.
Después del asesinato de Lorca la vida de Rodríguez Rapún es
ambulante y penosa. Fue el padre de Rafael, Lucio, quien en septiembre de 1936
le dice lo que sucede cuando regresa del viaje: "Han matado a tu amigo el
poeta". Cuentan que reaccionó como un loco y las manos hechas aspas. Salió
corriendo a los gritos. Tardó horas en regresar a casa y ya nada fue lo mismo.
"Marcha de Madrid a finales de 1936, adquiere el grado de teniente,
regresa a Madrid, luego Valencia y luego Oviedo. Así hasta que muere en
Santander combatiendo en el bando republicano", afirma Conejero.
"Durante aquel año penoso en la guerra no sabe nada de su hermano Tomás,
las postales que envía a su familia y que le envían a él llegan tarde o no
llegan. Sufre una espantosa soledad, pero sigue luchando por la República hasta
que una madrugada cae herido". Tiene 25 años. Está agonizando justo un año
después del asesinato de Lorca. Era 18 de agosto de 1937 cuando una enfermera
voluntaria le entorna los ojos. En Madrid dejó dispersos los retales de aquella
relación. Quedan cosas por revelar, por descubrir, por hilvanar entre tanto
cabo suelto. La imagen inédita de Lorca de perfil es una muestra. Una estampa
de carnet que el poeta le regala para mantener viva la memoria. Igual que los
hermosos dibujos, algunos reproducidos y otros aún por conocer, que Lorca le
hace en cada dedicatoria a Rafael. El muchacho por el que escribió esos sonetos
dañados por versos terribles, palabras en vilo, bancales de sexo secreto.
Paraísos de lo que no pudo ser. "Esta
luz, este fuego que devora./ Este paisaje gris que me rodea./ Este dolor por
una sola idea./ Esta angustia de cielo, mundo y hora".
domingo, 1 de mayo de 2016
Ahora
Ahora,
el tiempo en el que todos
somos jueces infalibles
y expertos en gintonics.
Ahora,
cuando los horteras
creemos ser poetas
y los poetas venden calcetines de fibra.
Ahora,
cuando los profesores
somos nihilistas
y los alumnos, keynesianos.
Ahora,
en este mismo momento,
cuando los poderosos siguen escupiendo
en los muñones de los pobres
y estupran doncellas
sin recortarse las uñas
(como siempre).
Ahora,
ahora mismo,
cuando los padres sorben los mocos de los infantes
a carrillos llenos.
Ahora,
cuando matamos y morimos por exhibir las vísceras
en escaparates siderales
y dejamos al abuelo al oreo del precipicio.
Ahora
(digo)
es el tiempo del silencio,
de la soledad
y de los cirujanos.
"Juventud, divino tesoro" por Juan Goytisolo
Estaba en el anaquel superior de la librería, el de las obras poco
frecuentadas, y lo rescaté del polvo. Un ejemplar que había sobrevivido
milagrosamente a todos los cambios de domicilio y llevaba, con mi firma, la
fecha de su lectura: junio 1950. ¡Un lapsus de sesenta y seis años desde que me
sumergí con pasión en su lectura! Tenía yo 19 años y el libro era El artista adolescente, la novela de Joyce traducida
por Alfonso Donado y con un prólogo de Antonio Marichalar.
Decir que mi antigua lectura juvenil me conmovió es quedarme
corto. Fue un verdadero terremoto. El protagonista de la obra, Stephen
Dedalus, había vivido antes que yo mis propias experiencias en un
marco similar a los míos —familia tradicionalista, estudios en un colegio
religioso, adoctrinamiento severo por los padres jesuitas—. Las páginas
consagradas a los ejercicios espirituales ignacianos se corresponden con
exactitud a lo que yo había vivido: escenografía dramática; enumeración
minuciosa de los tormentos infernales a los que condenaba un acto o pensamiento
impuros; evocación terrorífica de la eternidad del castigo. Todo coincidía
hasta en los menores detalles (el avecilla que cada mil años extrae un grano de
arena de una playa inmensa y que cuando la vacía al fin descubre que hay mil
millones más que no logrará vaciar y la voz implacable del padre: “¿Por qué
pecaste? ¿Por qué no evitaste la ocasión de pecar? ¿Por qué después de haber
caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la enésima, por qué no te
apartaste del mal camino y no volviste a Dios? Ahora ha pasado el tiempo del
arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no habrá más! ¡Estás en el
infierno!”).
Releyendo hoy a Joyce con las vivencias de hace sesenta y seis
años (entre tanto había accedido a las prédicas del padre Vega evocadas por Blanco
White en su Autobiografía y
a la de Manuel Azaña en El jardín de
los frailes) revivo las dudas que me asaltaron cuando, quinceañero, perdía
gradualmente la fe en el credo que tan cuidadosamente me fue inculcado, primero
por los padres jesuitas del colegio de Sarriá, luego por los hermanos de la
Doctrina Cristiana de la Bonanova y empezaba a plantearme preguntas sin
respuesta posible en complicidad con mi condiscípulo José Vilarasau, futuro
director de la Caixa, en nuestras maliciosas consultas al infeliz hermano Pedro
(si Dios es Todopoderoso ¿puede hacer que cuantos estamos ahora en el aula no
hayamos existido?). El arte, la literatura, brindaban alternativas al dogma
delicuescente y me entregué a ellos con ardor de neófito. Lecturas y más
lecturas (Kafka, Gide, Hesse) que ayudaron a enderezarme y avanzar a tientas,
pero avanzar, por la senda de mi liberación personal. En palabras de Stephen
Dedalus: “No sobreviviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese
hogar, ni patria o ni religión. Y trataré de expresarme en vida y arte tan
libremente como sea posible, usando para mi defensa la única arma que me
permito usar: silencio, destierro y astucia”.
¿Puede resumirse mejor lo que será después la vida de Joyce, y de
rebote, la de un modesto y esforzado lector de Ulises, esto es, mi
propia vida?