Durante mis años de profesor visitante en la New York University conocí a un estudiante del departamento de
Lenguas Románicas que preparaba una tesis sobre el libertinaje en la literatura
francesa del siglo XVIII. Ambos compartíamos una gran admiración por Choderlos
de Laclos y sus Amistades peligrosas
—la mejor novela francesa según André Gide— y en una de nuestras charlas salió
a relucir el nombre de Sade a quien el joven había leído con una mezcla de
fascinación y de horror. “¿No cree usted que su obra no debería dejarse al
alcance del público?”, me preguntó. Los lectores interesados darán siempre con
ella, le repuse, pues saca a la luz los impulsos que anidan en la animalidad
del ser humano y en virtud de ello posee una dimensión universal. Prueba de esto
es la generalización del adjetivo sádico que llena el vacío de algo que carecía
hasta entonces de una formulación precisa y clara como la de masoquista
responde a las pulsiones expuestas en La
Venus de las pieles, de Sacher Masoch.
Si evoco esta conversación lo hago a propósito de los esfuerzos
por imponer unas líneas rojas a la expresión literaria de los fantasmas de la
libido. Como escribí en mi ensayo sobre La
Celestina, el frenesí del amor carnal —el sexo en toda su crudeza— es el de
un mundo íntimo que se opone al mundo real como la desmesura a la medida, la
locura a la cordura, la ebriedad a la lucidez, es decir, al de estos fantasmas
que durante el sueño de la razón engendran monstruos. Conforme exponen Maurice
Blanchot y George Bataille al estudiar la obra sadiana, la animalidad del ser
humano —su exuberancia sexual— se convierte para el “divino marqués” en el
único elemento que preserva al individuo de aquellos simulacros llamados
prójimo, Dios, ideal: el yo sadiano no acepta ningún obstáculo que contraríe o
amengüe su fiebre. Obviamente, los delirios e impulsos destructivos descritos
en las páginas de Juliette o Les cents vingts jours de Sodome chocan
en el plano real con la justicia y las leyes, pero su expresión literaria abarca
al ser humano en toda su complejidad freudiana. La rebeldía del cuerpo frente a
la ideología dominante y sus construcciones racionales omnímodas es la que
reivindica la primacía de la impulsión erótica y esa ciega inexorable furia que
restituye al individuo la conciencia de existir por sí mismo.
La estrecha relación entre libido y escritura ha sido
minuciosamente analizada a partir de Freud y una amplia gama de psicólogos,
ensayistas y estudiosos de la literatura. La obra literaria —novela o poesía—
es una simbiosis de elementos racionales e irracionales en los que unos
predominan sobre otros en grados muy diversos según el propósito de su creador.
Un examen de un buen puñado de autores de diversas épocas nos muestra la
imposibilidad de juzgarlos sin tener en cuenta dicha mezcla. ¿Cómo imponer una
corrección política o ética a Rimbaud, Lautréamont o a los surrealistas? Empeño
inútil: sin su irracionalidad desafiante simplemente no existirían. Los
fantasmas del yo profundo, de un extravío sin límites, arramblan con los diques
de contención de la ética y la razón. El artista impone la soberanía de sus
fantasmas más allá de toda otra consideración y su libertad gozosa nos ilumina.
Existe en el ámbito literario una neta distinción entre la
racionalidad del ensayo y la complejidad de la creación artística. Esta última
no se sujeta a unas normas de regla y compás. Si me ciño a mi propia
experiencia, he delimitado cuidadosamente sus campos sin mezclar capachos con
berzas. La lógica de la razón resulta irrelevante por ejemplo en el caso de mis
novelas Don Julián y Juan sin tierra. Algunas críticas
formuladas aún en tiempos recientes ilustran no obstante la frecuente confusión
de ambos planos. No es posible poner puertas al campo.
El lector me excusará aquí una breve digresión personal. Si la
homosexualidad fue tildada de aberración durante siglos y condenada por el
Santo Oficio a la hoguera hasta su aceptación tardía el pasado siglo en las
sociedades democráticas occidentales, con la normatividad impuesta por los llamados
“estudios de género” mi libido ha sido objeto de censuras por no ajustarse al
esquema del canon gay. El que mis colegas de hecho y techo no fueran
precisamente licenciados en Filosofía y Letras y pertenecieran a las que
nuestros burgueses denominaban clases bajas ha llevado a algunos a concluir que
mantuve con ellos una “relación neocolonial”. Ante tal manipulación no puedo
sino manifestar sin complejos la primacía de mis gustos. La libido no admite
enmienda mientras se mantenga en el plano de la imaginación y no engendre
abusos por un empleo de la fuerza contra el otro sexo o en el caso aún más
odioso de los abusos de la pedofilia que tanto abundan en las filas del clero.
En nuestro erial, la expresión de la complejidad connatural al origen de la creación
artística escasea pero halla una notable expresión en los escritos de Antonio
Saura para quien “la cruda y salvaje belleza que anida en el ser humano” no
cabe en la camisa de fuerza de lo normativo. Como dice a los guardianes de la
corrección, “el arte, el placer y el mal caminan íntimamente relacionados, y
difícilmente puede deslindarse cuál es la parte de Eros, cual es la porción de
Tánatos en la cúpula de la intensidad”.
El Sade aprisionado en las mazmorras de la Bastilla a instancias
de su poderosa suegra por la inaceptable violencia física ejercida en la
persona de unas prostitutas encarna una libido que llevada a la realidad merece
su inapelable condena. Ello era punible ya bajo l’Ancien Régime y lo es con mayor razón en la actualidad merced al
lento progreso de nuestras costumbres y leyes que castigan la violencia sexual
en la mayoría de Estados de nuestro mundo globalizado. Pero la exposición
abierta de los impulsos animales de la libido en el terreno literario o virtual
no incumple ley alguna en los países —los menos— no sometidos a una censura
ideológica o religiosa, y las obras de Sade captan y dan un nombre a la furia
animal subyacente en nuestra incorregible especie a la vez inhumana y humana.
Si sus novelas —con el sufrimiento detallado que impone a las
víctimas— no sobresalen por su calidad artística, por el hecho de calar en las
honduras de nuestro yo y hacer brotar de ellas como un géiser todo lo oculto
bajo las apariencias de la convivencia y sociabilidad, se sitúan en un espacio
nuevo e imposible de soslayar. El lado oscuro del hombre permaneció en estado
latente en el universo de ruido y de furia en el que vivimos y aguardaba la
pluma audaz que le pusiese su santo y señas. Gracias a Sade y Masoch es cosa
hecha.
Robo el título a André Malraux: condición humana.
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