La lectura invadirá los gimnasios, los
vestuarios de equipos de fútbol y los cuarteles de legionarios. Del "Amor
de madre" al "Te negarán la luz" en una subida de mancuerna, en
un roce de toalla, en una caricia de gatillo.
lunes, 29 de febrero de 2016
domingo, 28 de febrero de 2016
"Ante la duda: minúscula" por Yolanda Gándara
El español ha ido progresivamente adaptándose a un uso restringido
de la mayúscula al tiempo que sus funciones se han ido definiendo con más
claridad, aunque, como sucede con otros aspectos de la ortografía y la
gramática, intervienen muchas variables y resulta complejo sistematizar su uso.
Podemos, eso sí, tener siempre en cuenta esta máxima que tan claramente nos
indica la Ortografía de la lengua española de 2010:
… la mayúscula es la forma marcada y excepcional, por lo que se
aconseja, en caso de duda, seguir la recomendación general de utilizar con
preferencia la minúscula.
Los usos en los que no hay duda, en los que sí es obligatoria, se
resumen en delimitar enunciados (condicionada por la puntuación), marcar nombres
propios o expresiones denominativas y formar siglas. No vamos a entrar en el
desglose de cada epígrafe, desarrollados ampliamente por la Academia y al
alcance de cualquier mortal por la misma vía que haya llegado hasta aquí. Nos
vamos a centrar en algunos usos incorrectos, en ocasiones muy extendidos, con
una causa común.
La mayúscula de relevancia no está justificada desde el punto de
vista lingüístico y la RAE recomienda «evitarla o, al menos, restringir al
máximo su empleo, que en ningún caso debe convertirse en norma».
José Martínez de Sousa, autor de la obra Diccionario de
ortografía de la lengua española y que suele explicarse con bastante sencillez
y cierta ironía, dice de este fenómeno:
Hay, sin embargo, en la utilización de mayúsculas una tendencia
que obedece a razones subjetivas. La mayúscula se justifica solamente por el
deseo de expresar con ella exaltación, interés personal o colectivo, respeto,
veneración, etcétera, que nada tienen que ver, en general, con razones
puramente ortográficas. Muchas personas son incapaces de escribir naturaleza, destino,
etcétera, con minúscula, porque les parece que no quedan suficientemente
destacadas. La exaltación de lo propio por medio de la mayúscula es otro rasgo
de esto que vengo exponiendo. Así, en escritos religiosos aparecerán con
mayúscula Cruz, Hostia, Sagrada Forma, Misa, San, Fray; en escritos
militares, los nombres de las armas y todos los cargos; y así en todo lo demás.
Este deseo de exaltación explica el uso de mayúscula sostenida que
en la red se suele interpretar como grito. También motiva buena parte de las
mayúsculas improcedentes que nos encontramos en prensa y en diversidad de
escritos. Tal vez las más frecuentes sean las que se colocan a nombres comunes
como «rey» o «papa».
El Rey, con mayúscula, es Elvis. Los apodos son nombres
propios que suelen formarse del léxico común y se escriben con mayúscula
inicial (con el artículo en minúscula). Así que en el caso de Elvis
Presley sería apropiado utilizarla, no así cuando «el rey» se refiere al
título de monarca.
La norma sobre mayúsculas en títulos y cargos, que fue ligeramente
modificada en la ortografía de 2010, suscitó tal desazón que motivó
reclamaciones de algunos medios a la Academia.
En este artículo Salvador
Gutiérrez argumenta sus porqués, aunque finaliza con poca esperanza
prescriptiva. Una simple búsqueda en Google de noticias que contengan «rey» nos
deja claro que es difícil contener el reflejo de usar capital, se ponga la RAE
como se ponga. Aunque también influye la tradición y la existencia de normas
anteriores, se percibe esta motivación subjetiva en el hecho de extenderse el
fenómeno a todo el campo semántico (real, monarca, etc.) en usos claramente
comunes. La misma tendencia se puede observar en todo lo referente a la figura
del papa, que nos da idéntico resultado que «rey».
Podríamos pensar que somos más papistas que el papa a la hora de
ponernos reverenciales. No es el caso. Basta con echar un vistazo a la
encíclica "Laudato Si" o al portal casareal.es, el reino de
las mayúsculas en el que no solo sus majestades los reyes cuentan con varias,
como era de esperar, sino que cualquier palabra puede resultar agraciada y,
para abundar más, se utilizan titulares de inspiración anglosajona, con
destacadas aleatorias.
Otro
campo fértil en capitales es el de la tauromaquia. Es común encontrar escritos
con mayúscula inicial términos como «toros», «fiesta», «corrida»,
«tauromaquia», etc. tanto en medios especializados como generalistas. Esperanza
Aguirre, habitual en pregones taurinos, nos regala en este texto una
explicación de su uso liberal: «Sí, es verdad. Me gustan los Toros, así, con
mayúscula, como hay que escribirlo cuando se trata de denominar a la Fiesta
Nacional de España por antonomasia». Ortográficamente es incorrecta la
afirmación de que haya que escribir «toros» con mayúscula en este caso, como lo
sería hacerlo con cualquier otro nombre común de cualquier tipo de espectáculo.
Igualmente es incorrecto escribir «fiesta nacional» con mayúscula en referencia
a los toros. Si bien es cierto que existe un uso llamado «mayúscula de antonomasia»
se refiere a la sinécdoque de un nombre común por uno propio (la Bestia por Lucifer),
pero aquí hablamos de un nombre común con toda propiedad. La denominación
«Fiesta Nacional de España» corresponde oficialmente, según Ley 18/1987, a la
festividad del 12 de octubre; en este caso, y solo en este, es correcto
escribirla con mayúscula.
Esta afición por la sobreabundancia de mayúsculas que comparten la
casa real, Esperanza Aguirre y @masaenfurecida tiene su contrapunto en el
portal idealista.com que hasta no hace mucho vetó su uso para
evitar una voz más alta que otra. Sin llegar a este minimalismo, la mayoría de
libros de estilo y manuales recomiendan evitar la utilización innecesaria de
mayúsculas y su abuso se suele percibir como molesto para la lectura.
El fervor que impulsa a la mayúscula en los casos en los que ni
siquiera existe tradición ortográfica podría servir de diagnóstico de las
afecciones de quien la usa. Por supuesto, es defendible desde la libertad de
expresión o la objeción de conciencia ortográfica. Lo que resulta asombroso es
que siempre haya quien piense que el español está en peligro porque a los
jóvenes se les ocurren cosas como escribir en las redes sociales con mayúsculas
y minúsculas combinadas para resaltar sus mensajes.
sábado, 27 de febrero de 2016
"Cervantes en el garito" por Javier Rioyo
Miguel de Cervantes sigue dando sorpresas. Su vida fue tránsito
por muchos caminos inciertos, peligrosos e ilegales. Vivió en compañía de
villanos y rufianes, de jugadores de ventaja y tahúres. Una biografía llena de
aventuras, naufragios, prisiones, cárceles y garitos. Amigo del naipe,
conocedor de tretas, jugador de ventaja, compañero de ganchos y cómplice de
tahúres. Por esa senda se tropezó con altos eclesiásticos, duques y reyes, con
poetas y editores.
El mundo de esos jugadores, de esos buscadores del oro en la
baraja aparece en el opúsculo de Arsenio Lope Huerta. Además de un breve
retrato del juego en los tiempos del Quijote, se nos recuerda que en aquellos
años de esplendor y decadencia, de riquezas y picardías, el juego era parada y
fonda de la plebe y de los poderosos.
Poetas tan profundos como Góngora se transformaban ante una
partida de cartas. Compulsivo jugador que pasaba de sus “soledades” a sus
garitos. Quevedo dijo: “Yace aquí el capellán del Rey de bastos, / Que en
Córdoba nació, murió en Barajas, / Y en las Pintas le dieron sepultura… La
sotana traía / Por Sota, más no por clerecía”.
El rey Felipe III, beato, abúlico, meapilas y dominado por sus
validos, que no “sacaba los pasos de los conventos de monjas, ni los oídos de
las consultas de frailes”, fue uno de los mayores tahúres de la Corte. Perdió
grandes cantidades al juego mientras dejaba que crecieran la fastuosidad y la
corrupción en su propia casa. El rey reza, se enriquece, juega y disimula. El
pueblo peca y juega. Todo está bien, todo en desorden.
En Madrid, capital de la política y la picaresca, se jugaba
dinero, muebles, esclavos, propiedades y hasta la honra. Todo se jugaba en
aquellas “casas de conversación”. Famosa fue en Madrid la de la calle del
Olivo. Había que entrar sabiendo “de qué paño eran sus gariteros”. Recuerda
Deleito y Piñuela que “atraían a los jugadores con embustes, amaños, lisonjas,
pequeñas atenciones, como brasero en invierno y agua fresca en verano, convidan
con el traguillo de buen vino, con el bocadillo en conserva, para explotarlos
mejor con naipes señalados, quedándose con sus alhajas, y ropas en sus garras,
a cuenta de préstamos usurarios”.
Cervantes nunca olvidó el juego, sus trampas y sus actores.
Astrana dedica páginas a su conocimiento de los juegos y su afición. Documenta
alguna fortuna conseguida en los garitos que le permitió pagar deudas y
fianzas, vivir en “hotel lujoso” y hasta hacer préstamos.
Eran tiempos pícaros, tiempos de vivir peligrosamente con la
colaboración de alguaciles y corchetes, de profesores de valentía, espadachines
y matasietes. Picaresca ociosa de falsos ermitaños, mendigos, birladores,
ladrones y rufianes. “Había tenderos de cuchilladas como de mercería. La
germanía tenía allí su solio y asiento preferente”. De todo esto que vivió,
jugó, perdió y hasta tuvo fortuna, el jugador Miguel nos supo traducir en la
mejor literatura de nuestra lengua. Vale.
martes, 23 de febrero de 2016
"Literatura en deporte" por Luis Antonio de Villena
La literatura (en todas sus variables) tiene
muchos senderos. Quizá uno de los tragos más duros que se le presentan a quien
escribe o ejerce de crítico sea el decir a un amigo o conocido que te ha
dado un libro suyo (a veces el mecanoescrito) que se trata de un libro
correcto, incluso bueno, un libro más que digno, pero poco personal, o falto de
esa fuerza o pegada que tienen los libros de veras interesantes. Si un libro
–versos o novela- es malo, claramente torpe, uno lo deja sin remordimientos;
pero el libro correcto se lee, porque es una lectura grata aunque sabes que lo
olvidarás enseguida, porque hay muchos
libros de buena hechura, dignos, pero faltos de garra o de eso que muy a menudo
se llama “voz”. Me ocurrió recientemente con un libro de poemas publicado en
una editorial minoritaria pero buena de Zaragoza, “Olifante”, ahora menos
exigente que en sus inicios, pero una notable editorial de poesía. Un autor ya
no joven y al que no conocía pero que se decía buen lector mío, me envío un
libro de poemas titulado “Los negros soles” (2014). Tardé en leerlo, pero lo
hice (procuro, aunque a veces sea imposible, cumplir con lo que me llega) y me
encontré ante unos poemas de tradición clásica –algunos sonetos- , culturalismo,
meditación sobre el devenir vital, todo muy pulido y correcto, pero poemas “ya
hechos”, con demasiados referentes de otros poetas mayores no bien deglutidos,
algo que gustaba y dejaba indiferente al mismo tiempo. ¿Era un libro malo? En
absoluto. ¿Bueno? Tampoco. Era, en realidad la obra de un buen lector de
poesía, aficionado mayor, que en un momento dado siente –nada más lógico- la
tentación de escribir, de echar su cuarto a espadas. Se podían, aquí y
allá, espigar versos sugerentes: “Porque por donde ondea,/ dulcísimas
aroman las arpas del banquete/ y brota el fresco lirio de la dicha.” ¿No
es bello “el fresco lirio de la dicha”? Sin duda. Tan bello como sabido en un
conjunto carente de pegada o voz…
¿Qué decir a su autor, Rafael Lobarte,
notable traductor además (Shelley o John Keats), debería aconsejarle que no
escriba porque no parece vaya a llegar a nada muy notable? Se suele decir que
se edita demasiado, muchos libros “inútiles”, y aunque a veces esa utilidad
dependa de cada lector, es cierto que hay muchas editoriales “generosas” sea
por bestsellerismo –es otra cosa- por amistad o cercanía o incluso (no era el
caso) porque no son pocos los autores que de algún modo pagan sus primeros –o
no tan primeros- libros. ¿Por qué iba a dejar de escribir un buen lector, en
este caso de poesía? La cuestión no está en el silencio, la mudez, no. La
cuestión es cómo se mira o percibe la propia voluntad de escritura. Que la
comparación sea lejana. Pensemos en el tenis. Mucha gente lo juega, gusta
a muchos y no sólo como espectadores, sino como partícipes apasionados.
Pero la mayoría
de los que frecuentan las tantas canchas no creen que van a ser primeras
raquetas nacionales o mundiales: Ni se piensan hoy Nadal, ni Feliciano
López, ni antaño Navratilova o Jokovich hoy o Ferrero antes, por decir
categorías distintas pero altas. ¿Por qué la poesía o la novela no pueden ser
un noble juego? El aficionado lector siente deseos de escribir y es bueno que
lo haga. A veces como una terapia emocional o psicológica –es tema ya tratado-
pero mucho más a menudo por el mero placer de escribir y expresarse.
Normalmente de ahí quedarán páginas para amigos, algún pequeño volumen de
tirada corta, pero como no hay intención de entrar en ningún escalafón,
simplemente goces privados. Verdad que de cuando en cuando, como liebre del
instante, de ese “juego” puede brotar sin pretenderlo un poeta,hombre o
mujer, muy notable. Entonces alguien se dará cuenta y se lo dirá, si él mismo
no lo sospecha. Pero la mayoría de las veces será sólo un dorado y notable
pasatiempo docto. Porque no sólo el deporte sirve de proyección íntima,
la literatura puede hacerlo igualmente. Y bajo ese prisma “deportivo” –se me
ocurre- subiría mucho además el número de lectores que falta hace.
Muchos que hoy son clásicos universales
escribieron inicialmente para pocos o sólo para ellos mismos de entrada. Las
espléndidas “Memorias” del Duque de Saint Simon apenas fueron vistas (y
posiblemente en fragmentos) por un grupo de amigos. Su éxito y expansión fueron
póstumos. ¿Quiénes leyeron el “Libro de buen amor” del Arcipreste de Hita, en
su tiempo? Poquísimos. Pocos manuscritos, fragmentos orales. Cierto que la
repercusión medieval de la obra literaria es un orbe aparte, pero nos indica
asimismo, la no siempre inmediata relación autor-lector. Y de ahí (con una
mirada actual) sale la idea de la escritura como serio juego de placer privado
o de círculos íntimos. Hay muchos lectores tentados solo por el silencio
de la lectura. Pero otros quieren expresar su gusto, su mundo. ¿Por qué no
hacerlo, como el tenis o el ciclismo? No todo el que tiene ganas de escribir
–loable empeño- es un gran escritor. Eso seguro. Se podrían citar muchos,
muchos, tal vez demasiados libros… Que no decaiga el apetito.
lunes, 22 de febrero de 2016
"¿De qué sirve el profesor?" por Umberto Eco
¿En el alud de artículos sobre el matonismo
en la escuela he leído un episodio que, dentro de la esfera de la violencia, no
definiría precisamente al máximo de la impertinencia... pero que se trata, sin
embargo, de una impertinencia significativa. Relataba que un estudiante, para
provocar a un profesor, le había dicho: "Disculpe, pero en la época de
Internet, usted, ¿para qué sirve?"
El estudiante decía una verdad a medias, que,
entre otros, los mismos profesores dicen desde hace por lo menos veinte años, y
es que antes la escuela debía transmitir por cierto formación pero sobre todo
nociones, desde las tablas en la primaria, cuál era la capital de Madagascar en
la escuela media hasta los hechos de la guerra de los treinta años en la
secundaria. Con la aparición, no digo de Internet, sino de la televisión e
incluso de la radio, y hasta con la del cine, gran parte de estas nociones
empezaron a ser absorbidas por los niños en la esfera de la vida extraescolar.
De pequeño, mi padre no sabía que Hiroshima
quedaba en Japón, que existía Guadalcanal, tenía una idea imprecisa de Dresde y
sólo sabía de la India lo que había leído en Salgari. Yo, que soy de la época
de la guerra, aprendí esas cosas de la radio y las noticias cotidianas,
mientras que mis hijos han visto en la televisión los fiordos noruegos, el
desierto de Gobi, cómo las abejas polinizan las flores, cómo era un
Tyrannosaurus rex y finalmente un niño de hoy lo sabe todo sobre el ozono,
sobre los koalas, sobre Irak y sobre Afganistán. Tal vez, un niño de hoy no
sepa qué son exactamente las células madre, pero las ha escuchado nombrar,
mientras que en mi época de eso no hablaba siquiera la profesora de ciencias
naturales. Entonces, ¿de qué sirven hoy los profesores?
He dicho que el estudiante dijo una verdad a
medias, porque ante todo un docente, además de informar, debe formar. Lo que
hace que una clase sea una buena clase no es que se transmitan datos y datos,
sino que se establezca un diálogo constante, una confrontación de opiniones,
una discusión sobre lo que se aprende en la escuela y lo que viene de afuera.
Es cierto que lo que ocurre en Irak lo dice la televisión, pero por qué algo
ocurre siempre ahí, desde la época de la civilización mesopotámica, y no en Groenlandia,
es algo que sólo lo puede decir la escuela. Y si alguien objetase que a veces
también hay personas autorizadas en Porta a Porta (programa televisivo italiano
de análisis de temas de actualidad), es la escuela quien debe discutir Porta a
Porta. Los medios de difusión masivos informan sobre muchas cosas y también
transmiten valores, pero la escuela debe saber discutir la manera en la que los
transmiten, y evaluar el tono y la fuerza de argumentación de lo que aparecen
en diarios, revistas y televisión. Y además, hace falta verificar la
información que transmiten los medios: por ejemplo, ¿quién sino un docente
puede corregir la pronunciación errónea del inglés que cada uno cree haber
aprendido de la televisión?
Pero el estudiante no le estaba diciendo al
profesor que ya no lo necesitaba porque ahora existían la radio y la televisión
para decirle dónde está Tombuctú o lo que se discute sobre la fusión fría, es
decir, no le estaba diciendo que su rol era cuestionado por discursos aislados,
que circulan de manera casual y desordenado cada día en diversos medios -que
sepamos mucho sobre Irak y poco sobre Siria depende de la buena o mala voluntad
de Bush. El estudiante estaba diciéndole que hoy existe Internet, la Gran Madre
de todas las enciclopedias, donde se puede encontrar Siria, la fusión fría, la
guerra de los treinta años y la discusión infinita sobre el más alto de los
números impares. Le estaba diciendo que la información que Internet pone a su
disposición es inmensamente más amplia e incluso más profunda que aquella de la
que dispone el profesor. Y omitía un punto importante: que Internet le dice
"casi todo", salvo cómo buscar, filtrar, seleccionar, aceptar o
rechazar toda esa información.
Almacenar nueva información, cuando se tiene
buena memoria, es algo de lo que todo el mundo es capaz. Pero decidir qué es lo
que vale la pena recordar y qué no es un arte sutil. Esa es la diferencia entre
los que han cursado estudios regularmente (aunque sea mal) y los autodidactas
(aunque sean geniales).
El problema dramático es que por cierto a
veces ni siquiera el profesor sabe enseñar el arte de la selección, al menos no
en cada capítulo del saber. Pero por lo menos sabe que debería saberlo, y si no
sabe dar instrucciones precisas sobre cómo seleccionar, por lo menos puede
ofrecerse como ejemplo, mostrando a alguien que se esfuerza por comparar y
juzgar cada vez todo aquello que Internet pone a su disposición. Y también
puede poner cotidianamente en escena el intento de reorganizar sistemáticamente
lo que Internet le transmite en orden alfabético, diciendo que existen Tamerlán
y monocotiledóneas pero no la relación sistemática entre estas dos nociones.
El sentido de esa relación sólo puede
ofrecerlo la escuela, y si no sabe cómo tendrá que equiparse para hacerlo. Si
no es así, las tres I de Internet, Inglés e Instrucción seguirán siendo
solamente la primera parte de un rebuzno de asno que no asciende al cielo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)
La Nacion/L'Espresso (Distributed by The New
York Times Syndicate)
sábado, 20 de febrero de 2016
"Umberto Eco, el escritor y los signos" por Rafael Narbona
La muerte de
Umberto Eco plantea varios interrogantes. ¿Es posible hacer
literatura de masas con la dignidad de una obra inspirada por una alta
exigencia artística? ¿Tiene sentido mantener las clásicas distinciones entre
géneros o hemos entrado en una época caracterizada por la hibridez? ¿Hay
límites entre lo ficticio y lo real que no deben traspasarse? ¿Cuál es el
papel del escritor en una sociedad que tiende a menospreciar el hecho estético
y no reconoce la autoridad de los intelectuales? Umberto Eco se doctoró en
1954 en la Universidad de Turín, con una tesis que se publicaría dos años más
tarde con el título El problema
estético en Santo Tomás de Aquino. Profesor de comunicación visual en
Florencia, se especializó en semiótica y en 1962 publicó Obra abierta, un inspirado ensayo que
reproducía las principales tesis de la Escuela Hermenéutica de Hans-George
Gadamer: no hay obras cerradas y con un sentido unilateral y
definitivo, sino textos en movimiento caracterizados por la polisemia y la
polifonía. El sentido no debe buscarse en la realidad empírica, sino en un orbe
inteligible, semejante al Mundo de las Ideas de Platón. Wittgenstein no se
equivocaba al postular que el sentido del mundo se encuentra más allá de sus
límites físicos. En el caso de la literatura y el arte, no hay una verdad
revelada ni una escisión ontológica. Simplemente, la referencia del hecho
estético es el la historia del hecho estético, con su tradición precedente y
las inevitables transformaciones que experimenta una obra con el paso de las
generaciones. Cada interpretación es un nuevo estrato que engrosa el perfil de
un texto. Por eso, la crítica y la creación literarias son arqueología, pero
arqueología viva, dinámica, que -lejos de preservar el pasado- lo multiplica en
distintas direcciones.
Corroborando las tesis de Roland Barthes, Eco postula que en cada obra hay una estructura que soporta los cambios introducidos por cada lector y cada época. No se trata de una estructura estática, sino elástica que convierte la experiencia estética en una interlocución entre el autor y el espectador, o entre el autor y otro autor. Cualquier obra es una fusión de horizontes. Es imposible concebir a Leopardi, sin Dante y Hölderlin. La literatura siempre es un palimpsesto, pues la escritura (o el arte) siempre deja una huella, un surco, que otros aprovechan para crear nuevas formas.
Umberto Eco profundiza su análisis de la cultura y la creación artística en Apocalípticos e integrados (1964), interrogándose sobre el valor de la cultura de masas. Eco se aleja de las posiciones apocalípticas o aristocráticas, que desdeñan la cultura popular. La distinción entre alta y baja cultura formulada por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1930) le parece estéril, pues la cultura popular no es el fruto de una degradación estética, sino la expresión de una época o, por utilizar un concepto hegeliano, una figura que encarna el devenir del Espíritu. Superman es un mito moderno, tan valioso como Heracles, Aquiles o Sansón. El superhombre del cómic norteamericano no es una vulgarización del mito del héroe, sino una actualización del viejo drama del paladín, campeón o semidiós, cuyo poder esconde una trágica vulnerabilidad. En el caso de Superman, el talón de Aquiles se convierte en exposición a un mineral extraterrestre, la famosa "kryptonita". Este recurso no significa bajar un escalón en la escala épica, sino renovar su potencial dramático.
El nombre de la rosa, que apareció en 1980, es la plasmación literaria de esta interpretación de la cultura. Ambientada en el siglo XIV, la peripecia de fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso Melk en la abadía de los Apeninos ligures se despliega como una trama policial, con grandes dosis de suspense. Es indiscutible que el éxito de la novela procede de esa intriga, pero la cadena de misteriosos asesinatos se revela compatible con los conflictos teológicos entre franciscanos y dominicos. Los franciscanos reivindican la pobreza evangélica y la ternura de Jesús, que advirtió: "Misericordia quiero, no penitencia". No conciben límites en el poder de Dios y creen que podría haber creado un mundo donde el pecado fuera virtud o el tiempo avanzara macha atrás. Incluso podría haber engendrado un universo donde no existiera Dios. Por el contrario, los dominicos creen que Dios está limitado por la Razón. Su voluntad es omnipotente, pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza, invirtiendo el orden temporal o transformando el mal en excelencia moral. La aparición en la biblioteca de la abadía de la extraviada sección de la Poética aristotélica dedicada a la comedia amenaza con añadir nuevas fisuras a la Cristiandad, justificando el escarnio de cualquier verdad de fe, con el pretexto de no oponer cortapisas ni objeciones al humor. La risa es subversiva, insolente e impúdica. No puede contar con el respaldo del Filósofo, término que se atribuía por excelencia a Aristóteles en el siglo XIII. Ocultar ese manuscrito justifica perpetrar los crímenes más horrendos.
Creo que el mejor Eco se encuentra en los tres títulos citados. El resto de su obra tiene un indudable interés, pero carece de la misma altura. Eco intentó repetir la fórmula de El nombre de la rosa con El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El cementerio de Praga (2010), pero con resultados mucho más mediocres. No olvido su Tratado de semiótica general (1975) y su ensayo Lector in fabula (1979), que aportaron brillantes ideas sobre la intertextualidad, los signos y la comunicación. Sin la profundidad de Gadamer o Ricoeur, Eco abordó el tema de la comprensión, una forma de conocimiento alternativa a la verificación empírica de las ciencias naturales, que ha reducido la verdad a tristes evidencias, proscribiendo experiencias como la fe y menoscabando la trascendencia del fenómeno estético.
Al igual que Borges, Eco preconizó la autonomía del hecho literario. El escritor no se nutre necesariamente de vivencias, sino de lecturas. Escribir es una extraña forma de vivir, pero no está de más recordar que la palabra es la principal seña de identidad de la especie humana. Creo que ahora estamos en condiciones de responder a las preguntas del inicio de esta nota. El nombre de la rosa es la prueba irrefutable de que la cultura de masas no está divorciada del rigor estético. La reciente muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (1960), corrobora esta tesis. Los límites entre lo real y lo ficticio deberían ser inexistentes en el ámbito de lo imaginario, pues la creación artística exige una completa libertad.
En Número Cero (2015), Eco critica al periodismo sensacionalista, pero desliza otro mensaje no menos importante: el escritor es un demiurgo que dilata lo real. Por eso mismo, resulta absurdo respetar la canónica de los géneros. A sangre fría (1966), de Truman Capote, es a la vez novela e investigación periodística. El nombre de la rosa es novela histórica y policíaca, teología y filosofía, e incluso se permite una breve incursión en el romance y la pulsión sexual. Eco no fue Camus ni Unamuno, pero siempre se mantuvo al corriente de los cambios políticos y sociales, expresando opiniones que agradaron a unos e irritaron a otros. No ocultó su antipatía hacia Ratzinger ni su aprecio hacia la labor reformadora del Papa Francisco. Su visión de las cosas a veces pecó de cierto apresuramiento. Como buen italiano, se apasionaba con facilidad, lo cual no suele favorecer la ecuanimidad. ¿Soñaba Eco con el paraíso? Es posible. Si era así, su fantasía le atribuiría forma de biblioteca. No me cuesta mucho trabajo imaginarlo en la Biblioteca de Babel, discutiendo con Borges sobre el tiempo o los universales.
Cosas que me encuentro en el buzón: una carta de Médicos Sin Fronteras
-En el primer acto, el hospital de Idlib en Siria bombardeado dos veces consecutivas: 24 muertos y no queda nada en pie; 40 mil personas desasistidas de atención médica. Tras las celosías, en el palco, los poderosos gobernantes y los mercaderes no han ido a ver la representación, sino a repartirse el beneficio obtenido por la venta de armas.
-En el segundo acto, los civiles sirios son blanco continuo de ataques: 1,9 millones de personas asediadas, las fronteras a los refugiados cerradas y las instalaciones médicas y densamente pobladas cada vez más bombardeadas. Los que ocupan las primeras butacas engordan con la sangre que engullen a buche lleno.
-El tercer acto se desarrolla en Sudán del Sur: un ataque a un campo de protección de civiles de Malakai mata a 18 personas, dos de ellos médicos de la ONG. La mayor parte del público ya no presta atención a la escena. Se ha colocado una pantalla gigante enfrente y todos jalean las maravillas de Messi y Cristiano Ronaldo.
"Umberto Eco, eterno y lúcido zarpazo" por Borja Hermoso
Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco
el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas
doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar
referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto,
dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en
duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant
hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los
comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y
las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí
incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el
más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y
lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va
desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40
caracteres. Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia
y la ignorancia tan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la
preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los
debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de
novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que
pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery
que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la
cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa,
la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género
fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente
a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas,
biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están
dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de
muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y
de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo. “El arte
solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de
comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo
de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un
magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes,
también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos
infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos
de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos
salvará contra tanta falacia, pactista o no. Es el mundo en marcha de Umberto
Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por
igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de
Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares
legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla
de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin
olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne. Los incunables y los
beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro
antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el
hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel
defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la
lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los
amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne
con carnet, nunca tuvo problema — pero para eso hay que albergar un ingente
bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle
irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las
dos. Y a la vez, un proletario de las dos.
viernes, 19 de febrero de 2016
Europa y Lady Macbeth
Lady Macbeth pide un deseo para someterse a la crueldad y vencer al remordimiento: "¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que estáis por todas partes -esencias invisibles- al acecho para que Naturaleza se destruya!" Lady Macbeth concita a los espíritus de la muerte, a esas esencias invisibles que están siempre cerca de los gobernantes y los poderosos. Lady Macbeth los invoca y acuden para que su marido cometa un crimen horrible.
Nosotros, los europeos, ya no tenemos que llamar a esas fuerzas terribles porque están siempre asomadas a las ventanas de nuestras pantallas, gobiernan nuestros países y rigen nuestros destinos. Porque nuestros pechos hace tiempo que se llenaron de hiel. De otra manera no se puede entender lo que está ocurriendo con los refugiados en Lesbos o en cualquiera de las costas griegas regadas de muertos con la connivencia de la gran Europa. Europa no es Lady Macbeth, Europa es esa esencia invisible a la que ella invocaba, ese espíritu de la muerte que deja morir sin piedad a todos aquellos que no son de su estirpe. Europa es una cloaca de lujos donde nos pudrimos de soberbia, crueldad e hipocresía. Hace tiempo que nos arrancaron el sexo. Nos desayunamos la muerte y el sufrimiento, los envolvemos en rebozados de tres estrellas Michelín y los engullimos con deleite, cerrando los ojos, paladeando el exquisito sabor de la sangre y lamiendo los cuerpos hinchados. Hace tiempo que un manto de tinieblas ha impedido que el cielo grite, "¡basta, basta!". Si Lady Macbeth levantara la cabeza se horrorizaría de pertenecer a una comunidad como esta.
martes, 16 de febrero de 2016
viernes, 12 de febrero de 2016
"Escrituras al pie del abismo: literatura y periodismo durante la Gran Guerra" por Luis Pousa
Antes de
Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba
en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha
declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz
Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los
tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron
patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus
orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio
de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el
joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia
penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones),
pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la
tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un
médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el
que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa
colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía
en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se
desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma
a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914.
Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En
busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen
de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la
Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de
Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor,
que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y
fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James
Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo
sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas
navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran
Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown
y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue
jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy
duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la
participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló
tajante en su Autobiografía:
Los hombres
cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield
murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por
Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus
productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a
pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey
de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que
insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.
Ortega entra
en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia
de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a
cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco
dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni
la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones
del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset.
Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española,
Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón
vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran
discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído
en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.
Un volcán
llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia.
Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos
pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916
acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir
de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores
sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también
si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento,
los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la
más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras
y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la
tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales,
políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte
quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la
utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo
romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el
escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco
igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo
neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones
hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa,
hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento
individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo
todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis
cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización,
organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos
que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de
adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y
bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de
desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil,
nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de
un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera
que fuese al revés.
Valle-Inclán
se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a
sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la
más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París
con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El
Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su
intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión
militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron
dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y
su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la
peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no
se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos
cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que
verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del
espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La
media noche:
Son las doce
de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules,
por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana,
hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados
en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de
las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio
de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea
de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la
verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las
estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta
línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el
trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en
el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin
piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el
ambiente entre las tropas galas:
Los
oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna
vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde
aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad,
del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le
ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble
cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la
atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas
caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a
los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la
mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes
sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les
trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que
recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior
desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del
gigante:
Dicen que es
la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la
guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy
próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos.
Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve,
como hace el vino con los borrachos.
Sofía
Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova.
Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la
sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y
desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que
también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la
Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un
talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San
Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la
contienda:
Nuestra política es la única que puede
hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la
esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de
todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama
de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones
pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas
palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo
jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué
pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos
parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa
profesionalidad:
Combato las
noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy
ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el
dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de
apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios,
sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano,
calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y
ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia,
donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la
publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas
escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida
coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha
visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie»,
subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una
firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño
(pero no menor) del enorme Julio.
Camba, un
periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra
galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue
testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el
otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín
donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de
la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a
Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a
escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se
deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él
buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las
terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar
la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya
incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro
fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra.
Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a
nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo
se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales,
sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo
fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan
disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo
tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva
York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al
volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por
el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que
asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios
privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular
visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la
cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia),
donde apuntó:
La guerra ha
terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero
no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las
victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que
Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los
pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos
y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes
hubiesen ganado:
Si los
alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría
de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y
hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los
hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría
tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba,
como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el
mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas
después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte
años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar.
Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las
arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del
eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en
el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos
después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De
hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años
después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado
premonitoriamente en su cuaderno:
Las
trompetas resonantes de la nada.
miércoles, 10 de febrero de 2016
Te negarán la luz: ebanistería literaria
Reviso por última vez la nueva novela que voy a publicar en marzo. Cepillo las superficies sin lustre; desbasto (que no devasto, o sí) los nudos más ásperos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana más delicada; barnizo el estilo; vuelvo a cepillar las superficies sin lustre; desbasto los nudos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana... y vuelvo a empezar. Mi frustrada pasión de ebanista me lleva a estos menesteres. Es posible que al final quede poca cosa, aunque el serrín siempre se aprovecha para calentarse uno.