Este Papa actual cae muy
bien a laicos y a católicos disidentes, y bastante mal, al parecer, a no pocos
obispos españoles y a sus esbirros periodísticos, que ven con horror las
simpatías de los agnósticos (utilicemos este término para simplificar). Las
recientes declaraciones de Francisco I respecto a los atentados de París (qué
es esa coquetería historicista de no llevar número: Juan Pablo I lo llevó desde
el primer día) no parecen haber alertado a esos simpatizantes y en cambio me
imagino que sus correligionarios detractores habrán respirado con alivio. Un
Papa es siempre un Papa, no debe olvidarse, y está al servicio de quienes está.
Puede ser más limpio o más oscuro, más cercano a Cristo o a Torquemada,
sentirse más afín a Juan XXIII o a Rouco Varela. Pero es el Papa.
Francisco I es o se hace el
campechano y procura vivir con sencillez dentro de sus posibilidades, pero esas
declaraciones me hacen dudar de su perspicacia. Repasémoslas: “En cuanto a la
libertad de expresión”, respondió a la pregunta de un reportero, “cada persona
no sólo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que piensa para
apoyar el bien común … Pero sin ofender, porque es cierto que no se puede
reaccionar con violencia, pero si el Doctor Gasbarri, que es un gran amigo,
dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñezato. ¡Es normal! No se
puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás … Hay mucha gente que
habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y
puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri si dijera algo contra mi
mamá. Hay un límite, cada religión tiene dignidad, cada religión que respete la
vida humana, la persona humana … Yo no puedo burlarme de ella. Y este es el
límite … En la libertad de expresión hay límites como en el ejemplo de mi
mamá”.
El primer grave error –o
falacia, o sofisma– es equiparar y poner en el mismo plano a una persona real,
que seguramente no le ha hecho mal a nadie ni le ha impuesto ni dictado nada,
ni jamás ha castigado ni condenado fuera del ámbito estrictamente familiar (la
madre del Papa), con algo abstracto, impersonal, simbólico y aun imaginario,
como lo es cualquier religión, cualquier fe. Con la agravante de que, en nombre
de las religiones y las fes, a la gente se la ha obligado a menudo a creer, se
la ha sometido a leyes y a preceptos de forzoso y arbitrario cumplimiento, se
la ha torturado y sentenciado a muerte. En su nombre se han desencadenado
guerras y matanzas sin cuento (bueno, no sé por qué hablo en pasado), y durante
siglos se ha tiranizado a muchas poblaciones. Las religiones se han permitido
establecer lo que estaba bien y mal, lo lícito y lo ilícito, y no según la
razón y un consenso general, sino según dogmas y doctrinas decididos por
hombres que decían interpretar las palabras y la voluntad de Dios. Pero a Dios
–a ningún dios– se lo ve ni se lo oye, solamente a sus sacerdotes y exégetas,
tan humanos como nosotros.
La madre de Francisco I fue
probablemente una buena señora que jamás hizo daño, que no intervino más que en
la educación de sus vástagos, y contra la cual toda grosería estaría
injustificada y tal vez, sí, merecería un puñetazo. Pero la comparación no
puede ser más desacertada, o más sibilina y taimada. A diferencia de esta buena
señora, o de cualquier otra, las religiones se han arrogado o se arrogan (según
los sitios) el derecho a interferir en las creencias y en la vida privada y
pública de los ciudadanos; a permitirles o prohibirles, a decirles qué pueden y
no pueden hacer, ver, leer, oír y expresar. Hay países en los que todavía las
leyes las dicta la religión y no se diferencia entre pecado y delito: en los
que lo que es pecado para los sacerdotes, es por fuerza delito para las
autoridades políticas. Hasta hace unas décadas así ocurrió también en España,
bajo dominación católica desde siempre. Y hoy subsisten fes según las cuales
las niñas merecen la muerte si van a la escuela, o las mujeres no pueden salir
solas, o un bloguero ha de sufrir mil latigazos, o una adúltera la lapidación,
o un homosexual la horca, o un “hereje” ser pasado por las armas. No digamos un
“infiel”.
Así que, según este Papa,
“la fe de los demás” hay que soportarla y respetarla, aunque a veces se inmiscuya
en las libertades de quienes no la comparten ni siguen. Y en cambio “no se
puede uno burlar de ella”, porque entonces “estas personas provocan y puede
suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri…”. Sin irse a los países que se
rigen por la sharía más severa, nosotros tenemos que aguantar las procesiones
que ocupan las ciudades españolas durante ocho días seguidos, y ni siquiera
podemos tomárnoslas a guasa; y debemos escuchar las ofensas y engaños de
numerosos prelados en nombre de su fe, y ver cómo la Iglesia se apropia de
inmuebles y terrenos porque sí, sin ni siquiera mofarnos de la una ni de la
otra, no vayamos a “provocar” como ese pobre Doctor que se ha llevado los
hipotéticos guantazos de Francisco I. Con semejantes “razonamientos”, no se hace
fácil la simpatía a este Papa. Al fin y al cabo es el jefe de una religión.
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