jueves, 29 de enero de 2015
Tránsitos líricos (La vida y la muerte)
LA VIDA
Entro en clase. La alumna embarazada, alegre y dulce como el rumor de un arroyo, me invita a acercarme. Se acaricia la barriga de ocho meses y me sorprende:
-¿Sabes que Ainhoa solo se mueve en tus clases?
-Será porque quiere huir de ellas cuanto antes.
-No, le gusta escucharte...
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LA MUERTE
Perdidos en las cumbres de los Pirineos. Cae una lluvia muy fina que nos hiere con insistencia. No se oye otra cosa que el golpeo leve de las gotas sobre los impermeables. Atravesamos una niebla esponjosa que ensombrece los prados y oculta las veredas. Son más de cuatro horas extraviados en el silencio angustioso de la montaña. Hablamos de la vida y de la muerte. Nos detenemos al borde de un pequeño lago. El agua es tan densa y la lluvia tan fina que apenas se advierte alteración en el plomo de la superficie. Nos callamos, todo lo absorbe la calma, la bruma, la humedad... En la orilla opuesta, como una acuarela sin terminar, aparece la cabeza de un carnero, sus cuernos, su lana, sus pezuñas... Inmóvil, como el agua del lago, como la niebla, como una figura sacada de un sueño. Recuerdo la escena de Amarcord, cuando el abuelo, poco antes de morir, se ve envuelto por una bruma espesa y surge de repente una vaca que lo angustia. La cabeza del carnero sigue inmóvil, parece mirarnos con ojos de vidrio. Un escalofrío nos recorre a todos la columna. La eternidad se hace fuerte en las montañas más altas. Tras encontrar el refugio, nos dormimos con los ojos del carnero congelados en nuestra insignificancia.
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