¿25 años
ya? Sí, esa es la cifra: 8 de enero de 1990. Voy más atrás, porque para mí la
historia comienza antes. En 1975 cae en mis manos la primera edición de Las personas del verbo de Jaime Gil de
Biedma. La portada en dominante granate, el tacto casi
aterciopelado en mi recuerdo, la liviandad. Un libro breve, y sin embargo ahí
estaba todo lo que mi adolescencia necesitaba. Subo a un autobús con la mirada
hundida en sus páginas. Comienzo a leer y se difumina todo lo que hay
alrededor, la lluvia emborronando el paisaje gris, anochece. Relumbra aquella
alegría de vivir, aquella especial disposición del espíritu para olfatear la
vida en un olor a cocina y cuero de zapatos; aquel don para atrapar al vuelo la
visión de una cría bajo la tormenta, alzando unos zapatos rojos, “flamantes
como un pájaro exótico” en una esquina del año malo; aquella fabulosa
resolución de ser feliz “por encima de todo / contra todo / y contra mí de
nuevo”, pese al dolor del corazón. Alzo la vista, el autobús está vacío;
embebido en la lectura me he pasado mi parada y todas y estoy, literalmente, en
las afueras, pero ahora tengo un guía. Hacía tiempo que no me pasaba con un
libro lo que acababa de pasarme con Las
personas del verbo.Hacía mucho tiempo que no me encontraba con una
voz semejante. Como escribió su cofrade Gabriel Ferrater hablando de Josep
Carner: “Palabras que duran mientras varían los días y se nos mudan los
sentidos, ofrecidas para que las entendamos de nuevo: como una patria”.
Lo
fundamental de aquella tarde es que entré a las cuatro y salí a las ocho. La
generosidad de aquellas horas. Y, creí percibir, una sensación de soledad, de
no querer estar solo, de temer la llegada de la noche, de querer seguir
hablando, conmigo o con cualquier otro. Le pregunté mucho y me contó mucho, con
precisión, como si dictara, con una fascinante gracia expresiva. No recuerdo
los asuntos de la conversación pero sí su vuelo y su tono. Y, sobre todo, que
fue una conversación, no una entrevista. Le regaló una conversación a aquel
jovenzuelo enmudecido, le trató como si fuera un amigo, alguien de su edad.
Conversaba “artísticamente”, cierto, con “intenciones estéticas, creando
efectos, por divertirme y divertir a los demás”. Eso es lo que permanece, eso es
lo que importó y sigue importando.Segundo encuentro: 1980. Visito al poeta en
su lujoso apartamento de la calle Pérez Cabrero, entre el Turó Park y la
iglesia circular de San Gregorio Taumaturgo. Hubiera preferido que me recibiera
en el sótano negro, “más negro que su reputación”, en el 518-520 de la calle
Muntaner, pero esa isla está cubierta por el mar de los sesenta. Voy a hacerle
una entrevista para la revista Diagonal. El
poeta acaba de publicar El pie de la
letra, una recopilación de sus ensayos: brillantísimos,
sensatos, esencialmente divertidos, corteses. En medio ha habido otro libro, de
1974 y que leí más tarde, Diario del
artista seriamente
enfermo, en Palabra
Menor (Lumen), que me dejó verde de envidia. Jaime Gil tenía
veintiséis años cuando lo escribió, y me parecía increíble que alguien tan
joven pudiera ser tan inteligente y tan culto. Me desesperé, porque me faltaban
pocos años para tener su edad de entonces. Muy poco tiempo, calculé, para
llegar a pensar y escribir cosas parecidas.
No le dije lo
mucho que había supuesto para nosotros, para mí y para los de mi generación, su
poesía y su manera de sentir y de vivir. Hoy se lo diría; entonces me daba
mucho apuro. Si no recuerdo mal, aquella conversación nunca llegó a publicarse.
Yo no la recuerdo publicada. Probablemente sería larguísima. No he vuelto a
releerla porque la perdí.
Yo estaba
en ABC en aquella
época. Diría que llamaron hacia medianoche. Abandoné la partida (siempre se me
ha dado fatal el póquer) y me planté en el periódico para escribir sobre Jaime
Gil.1990: la noche de su muerte. Estábamos jugando al póquer cuando sonó el
teléfono con la noticia. Recuerdo a mucha gente en casa. Habíamos ido a ver una
función y luego vinieron todos a escuchar discos, a jugar y a tomar unas copas.
Recuerdo que estaba Sagarra, que estaba Ollé, que estaba Anguera. Sagarra me
dijo al llegar: está muy mal. No sé si fue él o Marsé quien me contó luego los
últimos días, quizás un año, en la casa de los Marsé, en Calafell. Jaime Gil ya
andaba con la cabeza perdida por la medicación, pero a veces había repentinas
ráfagas de recuerdo. Como aquel día de primavera. Joaquina, la mujer de Marsé,
estaba preparando la comida, con la radio puesta. Comenzó a sonar una canción
de la Piquer. Ojos verdes, diría.
Y Jaime Gil, en el jardín, alzó la cabeza, alzó el dedo, atrapó o creyó atrapar
el relámpago, su dedo, imagino, como un pararrayos. Así me viene a la memoria.
Joaquina llorando, y a mí se me saltaban las lágrimas imaginando la escena, la
canción como el heraldo de una vida anterior, la imagen del noble arruinado
entre las ruinas de su inteligencia. Qué atroz profecía.
Estaba triste y
al mismo tiempo me gustaba el encargo, cruzar la ciudad para hablar del poeta
recién fallecido. Y me ilusionaba que me hubieran llamado, que me lo hubieran
encargado a mí. En el taxi pensaba en la primera vez que le vi, con abrigo y
sombrero, un anochecer de invierno, saliendo de la Compañía de Tabacos de
Filipinas. Estaba parado en las Ramblas, mirando hacia el rey mago que parecía
tiritar en la hornacina de los almacenes Sepu. Creo que en el Retrato del artista hay una entrada
en la que se pregunta a qué se dedicaría aquel hombre pequeño y helado el resto
del año. Otro encuentro en las Ramblas. Encuentro desde la más respetuosa
distancia: entonces no le conocía, no me hubiera atrevido a abordarle. Parado
también frente a un quiosco, desplegando Le Monde Diplomatique. Parecía radiante aquel día y yo
pensé en Frederic de Lloberola, el protagonista de Vida privada, aquel hombre “de edad
indefinida, con el estómago lleno de whisky y el corazón lleno de rosas rojas”.
Más imágenes: la foto con los perros, los cachorritos que trepan por su cuerpo,
tendido en una hamaca en el jardín, en La Nava de la Asunción. Un rostro de
absoluta felicidad. Eso fue, debió ser, en el último verano de su juventud,
como escribió. Y el recuerdo de aquella periodista que cometió la indelicadeza
de preguntarle, cuando ya estaba muy enfermo, acerca de la muerte. La respuesta
sabia, educada, ya casi desde el otro lado: “No haga preguntas ociosas.
Consúltese a sí misma y tendrá las respuestas”. Todo eso volvía en aquel taxi.
Escribí el
artículo de un tirón, sin levantar la cabeza del teclado, como cuando leí por
primera vez Las personas del verbo: un
torpe intento de devolución. Escuché una voz que decía: “Venga, que hay que ir
cerrando”. Luego volví a casa. Seguía la partida. Llevaba en la mano la doble
página, recién montada, todavía caliente, una prueba impresa para mí. Y para
ellos. Volví a sentirme triste y contento. Como ahora.
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