En la playa de Gijón, los surferos desaparecen engullidos por la pleamar y, como ellos, corremos a las tabernas en pos del chipirón y del oricio robado en las entrañas de Poseidón. Como los navegantes de Ulises, nos rendimos al loto y al encanto de las sirenas.
Saltamos hacia delante con mal pie para visitar la megalomanía franquista de la Universidad Laboral: piedra, bóvedas sin genio, santos descabezados por el rayo y un aire a pan negro que nos arrima a una nostalgia ahumada por el hambre y los militares. Por la tarde los prados de Lastres y la mar omnipresente, encendida sobre la roca y cauta en la arena: poderosa y libre. Un nuevo juego del narrador nos lleva hasta la edad de los dinosaurios: museo de cartón piedra muy útil para ampliar el bostezo.
Ya de noche, volvemos al presente: hotel de carretera cerca de Cangas de Onís, oscuro y misterioso, mucho más que el pasado del Tiranosauro. El trato es propio de la hospitalidad oriental, sin nada que envidiar a la de una isla turca. Reciedumbre y afabilidad, además de unos radiadores a medio purgar.
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