martes, 25 de noviembre de 2014

Crónicas cantábricas I: "Clarín era de Podemos"


La mañana, hermosa, sin lluvia, con los establecimientos todavía cerrados por la pereza. Oviedo, ciudad del paseo perfecto, de la piedra anaranjada por el sol, de bronces conversadores y sosiego provinciano. Clarín se remueve bajo las ortigas, al oler a los ediles modernos que cuentan en la sala de plenos del Ayuntamiento una historia que tantas veces ridiculizó en Vetusta. Vetusta, la vieja ramera, la rancia beata, anclada en el prejuicio tradicionalista de la vida envenenada. En Vetusta no hay gente de Podemos, nos dice la concejala de festejos. Estos desharrapados vienen todos de Sevilla para turbar la felicidad de nuestros premios principescos. A estos perroflautas los combatimos con la estridencia de nuestros gaiteros: cuantos más manifestantes, más gaitas.
El salón de plenos se ilumina con la incandescencia de nuestros estudiantes, abrumados por los retratos de los reyes asturianos que amenazan con descargar sus espadones oxidados sobre su frescura descerebrada.
Rápido paseo por Vetusta, aún dormida en la siesta de la madrugada. Lenta miel de peatones sin ruido endulza los labios. La catedral domina con soberbia y Ana Ozores le da la espalda, nuestra guía no. Nos relatan los milagros de los fundadores de la ciudad y las dogmas incuestionables de una historia carcomida por la polilla de los clérigos.
Más templos, ahora prerrománicos, encaramados en el sosiego de los prados. El Naranco acogotado por el turbión de la borrasca. Las vacas observan el discurso insufrible de las leyendas de Fruela, Favila y Alfonso II el Casto, rumian la hierba sin que la monserga del historiador las inquiete.
Es difícil, muy difícil, dejar en mal lugar a la cocina asturiana, pero un viaje organizado por el Ministerio de Educación es capaz de este milagro, más increíble que el de las cántaras de Caná.
De tarde, el mar, la mar embravecida, espectacular, furiosa, rompiendo contra las rocas y contra el rostro de Cousteau. La playa de Salinas nos alumbra con el cielo ceniciento y la ira bramadora del oleaje. Los surfistas las retan.
Enfriamos la mirada con el museo Niemeyer. Paisaje helado de arquitectura moderna, desoladora. La luz de las explicaciones de una guía entusiasta derrite la frialdad vanguardista.
Queda en el recuerdo del día, en las manos de la noche, una declaración de principios, una duda trascendente: "Entonces, ¿Clarín era de Podemos?".    

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