lunes, 28 de abril de 2014
Londres, relatos de superficie: Segunda estación (Westminster, Covent Garden, Piccadilly...)
El pórtico de la abadía de Westminster ya avisa de su originalidad: no son santos católicos los que presiden su friso de estatuas. Luter King en imagen de piedra da paso al templo sin sonrojarse. En el interior, bajo los arcos ojivales y las impresionantes bóvedas de crucería, complicadas hasta lo imposible, se mezclan las tumbas de los reyes con las de escritores, músicos y científicos. No sé si será buen descanso para Byron, Newton, Chaucer, Oscar Wilde, para Händel o para T. S. Elliot, para todos los que en vida despreciaron el poder de los magnates que reposan junto a ellos. La iglesia gótica con santos modernos es un prodigio del márketing y de la concupiscencia civil y religiosa.
Al salir del templo nos encontramos con militares emperifollados de rojo y oro que tocan cornetas. Cumplen el rito estricto de la milicia inglesa. El cambio de guardia de camino al palacio de Buckingham es un espectáculo turístico con tanto aliciente como una banda de pueblo en una procesión. La diferencia es que se ha vendido mejor, se ha explotado su deje hortera con la habilidad de un solvente mercachifle que ha elegido un escenario magnífico para una exhibición de feria.
En nuestra exploración de los más conocidos iconos de la geografía londinense, llegamos a Covent Garden, exploramos su mercadillo de barrio y su encanto urbano, muy señorial. Pasamos por Piccadilly entre la animación de una Gran Vía antigua con la comida confiada a las garras de la prisa y las franquicias. La postal turística se completa en el imponente Big Ben. Nos colamos en la fotografía para enredarnos en la porfía del buen paseante: los pubs decimonónicos y la mezcolanza racial dan vida a las aceras y refugio al fotógrafo convulso, alterado por no saber si es parte de la realidad o un figurante de vídeo promocional.
En el British Museum y en la National Gallery destaca la generosidad de sus puertas abiertas y gratuitas. Grecia en fragmentos, Egipto en piezas, Asiria, la piedra roseta, Velázquez, Goya, Canaletto... joyas atrapadas por el imperialismo y ofrecidas con la mala conciencia de la gratuidad al visitante de todo el mundo. Deslumbra tanta belleza escondida y es sintomático el pánico de los muchachos ante estos panteones del arte. Huyen de ellos como de los libros, como de las clases. Algo falla. Los toros asirios, las esfinges egipcias de granito, la Venus del espejo, todo enlatado y listo para ser servido como reclamo publicitario. Dudo del beneficio y de las intenciones de estos mausoleos de la cultura. Impresionan tanto como duelen estas imágenes extraídas del pasado y expuestas como en un almacén de productos chinos.
Los chicos (y también nosotros) nos rendimos deslumbrados por el bullicio de la metrópolis, por las luces de neón, por los ardides del capitalismo lujurioso, por los coches de oro, por el algodón de azúcar, por la espuma de la cerveza, por la noche espasmódica que nos atrapa en mitad de Piccadilly. La noche nos ha pillado desprevenidos, agotados, sin poder responderle con los argumentos de la razón y nos abandonamos a la molicie. Buscando el descanso en el albergue cuartelero y bullicioso, nos encontraríamos con una nueva aventura que es suficiente para otro episodio.
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