sábado, 26 de abril de 2014
Londres, relatos de superficie: Primera estación (Hyde Park, Notting Hill y Harrods)
Un sol distinto nos recibe en los alrededores de Londres: más dorado, más lánguido. Un sol que abofetea a los prados de verde intenso y a los campos de luminosa colza amarilla. Las granjas de cuento rompen la impetuosidad de la naturaleza. Nos desconcierta la circulación inversa, aún aturdidos por la tortura del aeropuerto.
Desembarcamos en Hyde Park: la urbe moderna se abre las venas en praderas inmensas donde los árboles milenarios ofrecen su sombra a los viajeros. Nos envolvemos en un aroma familiar de paisaje cinematográfico, reposamos el tiempo justo para que un chaparrón rompa el encanto y nos devuelva al trajín de la ciudad. Todo huele a algo ya conocido, a pesar de que uno nunca ha estado aquí. Los taxis oscuros y los famosos autobuses rojos dejan una impronta de folclore que ahonda en el sentimiento de que todo resulta familiar, un déjà vu sin cristal de por medio. Lo mismo ocurre con el barrio de Notting Hill. Con los ojos exprimidos por el insomnio y el cansancio, la luz de limonada se hace dueña también de la policromía viva de las fachadas. Vemos el espejismo de un actor conocido y oímos la risa de rata de George Roper burlándose de nuestro aturdimiento.
Nos elevamos de categoría social y llegamos hasta las puertas de Harrods. En la puerta asistimos alucinados al espectáculo obsceno del capitalismo más ostentoso: Ferraris bañados en oro, jeques y huríes embalsamados en un panteón de velos y diamantes. Al penetrar en los grandes almacenes se tiene la sensación de trasladarse a un tiempo en el que incluso la riqueza se mostraba con buen gusto. Las convexas pantallas de televisión son espejos del callejón del Gato que transforman la realidad y nos la devuelven llena de luz. Alternan con las cajas metálicas de té que nos hunden en otro tiempo, con ostras, comida japonesa y móviles de diamantes. Todo es antiguo y moderno a la vez, todo es sublime y grosero, todo es Oriente y Occidente, todo es imperialismo acunado por dependientas con tobillos de alabastro.
La lluvia apaga la luz dorada y los pubs ingleses ofrecen cuero mullido, carne de recuelo y cerveza de jeques.
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