Fotografía de Juan Luis López Palacios
Recibir los exámenes de los adolescentes cuando suena el
timbre al final de clase es un placer de dioses. Pocos gustos hay comparables a
sentir las palabras latentes de la angustia transpirando a través de los folios
aún calientes. Cuando en casa salen del sobre, vuelven a cobrar vida y relucen
en la mesa como un premio sin parangón a la labor educativa. Se deshojan uno a
uno con delicia, con el sentimiento del que está devorando un manjar y no
quiere llegar a la última cucharada.
Todo el que se dedique a la enseñanza lo sabe, nada hay más
grato, nada hay más placentero que la corrección de los ejercicios completados
con denuedo por los alumnos. Sentir cómo el mamotreto de folios nunca se
termina, leer con los ojos del revés, alelado ante tanta literatura de primera
calidad, ver cómo han desarrollado las preguntas que con tanta precisión
cuestionan los entresijos de la obra de Góngora o deleitarse con las líneas
bien trazadas de un análisis sintáctico.
¿Quién no querría participar de este
privilegio?, ¿quién, en las tardes de domingo, no pagaría por sumar las cifras
decimales de cada una de las respuestas y colocar en rojo chillón el
maravilloso 4,5 en la esquina derecha del ejercicio?, ¿quién no mataría por sentir
la responsabilidad de que un simple número vaya a hacer reír o a hacer llorar a
un muchacho de 12 o de 18 años?, ¿quién no dejaría cualquier trabajo por leer las
diferentes reflexiones en torno a la retórica hueca del modernismo? Sí, sin
duda es uno de los mayores privilegios de nuestro oficio, una de las prebendas
de las que nadie habla y solo los que la gozamos conocemos su beneficio.
¿En qué cabeza cabe
que algunos iluminados propusieran acabar con estos ejercicios que sacan la
hiel de los estudiantes y nos elevan a los educadores al más elevado de los
edenes?, ¿a qué cabeza loca se le pudo ocurrir que había que acabar con los
exámenes para comenzar la revolución del sistema educativo?, ¿quién dijo que
estos controles no hacían sino acumular ovejas al rebaño y promover la
competencia insana del sistema capitalista, que solo conseguían abofetear la
creatividad del individuo y someterlo al engranaje mecánico que interesa al
poderoso? No sé, alguien que odiaba nuestro oficio de sencillos funcionarios y
el placer consecuente de estampar sellos numerados en la frente de los
adolescentes. Por suerte, la nueva ley nos promete una orgía de exámenes y
reválidas con los que podremos revolcarnos a conciencia en el establo de las
cifras. ¡Vivan nuestros insignes administradores y su sed por complacernos!
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