jueves, 3 de julio de 2025

El joven Cervantes VIII

 


Llega a Roma, por fin, nuestro joven Cervantes y, como a Tomás Rodaja, se le arruga el pellejo y se acongoja ante la grandiosidad del espectáculo. Se topa con dos lindos ya dentro del barrio del Trastévere. Se aturulla al oír su lengua, no porque extrañe el toscano, sino porque la angustia le ciega las entendederas. Le preguntan adónde va, Miguel queda como de estatua de sal y uno de los lindos le agita los hombros para hacerlo reaccionar, pues parecía haber quedado en estado de parosismo. "Busco un amo a quien servir", les espeta el de Alcalá. "Y sí, sé leer y escribir". "Y no, no sé el nombre de mi patria". Todo se lo dice de corrido, aún afectado por la impresión. Los italianos lo entienden sin dificultad, pero no comprenden que les responda a las cuestiones antes de haberlas ellos planteado. Lo suponen brujo o nigromante. 

Deciden acompañarlo hasta la casa del cardenal Acquaviva, quien gusta de personajes relacionados con lo esotérico, y, sobre todo, por darle aliciente a ese día de julio que tan poco se había desperezado. "Tomás Rodaja me llamo", miente Cervantes, porque aún teme que lo persigan cuadrilleros o alguaciles. "Y estudié algunas letras bajo el vergajo del licenciado López de Hoyos". No sabe Cervantes por qué le salen las palabras así, como a trompicones, sin concierto ninguno. Respondía este aserto a lo que iba a preguntar uno de los lindos, por cuanto quedaron todavía más intrigados. Por supuesto conocían de oídas a López de Hoyos y confirmaron acertada la decisión de llevarlo junto al cardenal. 

Una hostería se cruza en su camino y los italianos, en el afán de agasajar a su nuevo huésped, lo invitan a "li polastri e li macarroni". De las faltriqueras de Miguel (para ellos Tomás) salieron unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso, una vez bien comidos y bien bebidos. Se ofrece Cervantes a leer un soneto del toledano, que a nuestros italianos les parece muy bien ligado, aunque con demasiados vapores de su Petrarca. 

Y medio atufado por un vino no demasiado aguado, se atreve a contar las malas experiencias de su navegación en galera desde Cartagena a las costas de Génova (cierto es que en episodios anteriores afirmamos que su viaje fue por tierra, pero tampoco es de importancia la patraña). "Nos maltrataron las chinches, nos enfadaron los marineros, nos destruyeron los ratones, nos fatigaron las mareas y nos espantaron las borrascas". "Llegamos trasnochados, mojados y con ojeras". Eran estas peripecias ajenas a los lindos, pues nunca en todos los días de su vida habían pisado una galera, ni tan siquiera un bote de pescadores. 

Pero tan aficionado es nuestro joven Miguel al vino que pronto deja los cuentos de la navegación para elogiar la grandeza del tinto de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Garnacha y la rusticidad de la Chéntola. Que, según él, le hacen olvidar los caldos de Madrigal, Coca, Alaejos, Esquivias, Cazalla..., tan amable es Baco que surte de su mejor sangre así a españoles como a italianos. 

Y en estas loas del dios de las bacanales dejamos al joven Miguel (ahora Tomás), junto a nuestros dos lindos italianos, muy refocilados de haber conocido persona tan señera y tan ducha en los licores de los dioses.

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