La playa de la Concha a la derecha, un atardecer lánguido, el mar eterno y rizado de fondo. Calma, esplendor, éxtasis. A la izquierda el monte Igeldo. En la playa corren los perros y los muchachos, sobrados de vida. Todo es melancolía, a pesar del soberano paisaje, todo. No hay naturaleza capaz de levantar un ánimo decaído, un espíritu muerto, un hálito exangüe. El fresco del atardecer obliga al refugio. Es inútil, ningún abrigo puede mitigar el frío de la ausencia.
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