Hay artículos que cuesta trabajo escribir, pero que se imponen como una necesidad ineludible. Hoy, sábado 14 de septiembre, he recibido dos ejemplares de Duelo sin brújula, un pequeño libro de Carme López Mercader, editora y viuda de Javier Marías. Es la última obra que publicará Reino de Redonda, una editorial creada en 2000 y que ha alumbrado 40 títulos exquisitos en unas ediciones cuidadísimas. Marías seleccionaba los títulos con su finísimo olfato literario y su exquisito buen gusto, y López Mercader se ocupaba del proceso de edición y publicación. Solo aparecían dos o tres títulos al año y los beneficios eran irrisorios o inexistentes. En 2019, Reino de Redonda perdió 1.000 euros, pero ese descalabro no pudo oscurecer la gloria de haber aportado al idioma castellano títulos que aún no habían sido traducidos. Redonda es un pequeño islote deshabitado en las islas de Barlovento perteneciente a Antigua y Barbuda, uno de los trece países que forman las Antillas. Javier Marías la convirtió en un Reino literario y se coronó como el rey Xavier I, concediendo títulos de nobleza a figuras como Pedro Almodóvar, Francis Ford Coppola, Alice Munro, Umberto Eco, George Steiner, Ray Bradbury, Frank Gehry, J. M. Coetzee, Éric Rohmer y Philip Pullman. Ahora el trono ha quedado vacante, si bien el rey difunto dejó dispuesto que ocupara su lugar el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez.
Carme López Mercader aventura que algunos criticarán la publicación de su planto en Reino de Redonda, pero yo creo que no hay mejor homenaje a Javier Marías que evocar su figura y reflexionar sobre el duelo en una colección que constituye un fiel reflejo de su concepción de la vida y la literatura. Solo cabe lamentar que la colección se interrumpa, pero quizás es la inevitable consecuencia de la desaparición de su creador. Hergé dejó dispuesto que no se publicaran nuevas aventuras de Tintín después de su muerte. Así como Madame Bovary era Flaubert, Tintín era Hergé y creo que no equivocarme al afirmar que Reino de Redonda era Javier Marías. El pequeño libro de Carme López Mercader es un excelente broche de oro a una aventura romántica que nació del amor a la buena literatura. Su pequeño tamaño me ha recordado la excelente obra de Edmond Jabès, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, aparecido en 1989. Según Jabès, el libro es la patria de los espíritus libres, de los que prefieren echar raíces en las palabras, un territorio intangible, y no en un lugar físico, siempre propicio a los desengaños y a las pasiones más oscuras. El color negro de la cubierta y el rojo de la flecha ascendente no recuerdan a un réquiem, con su promesa de resurrección, sino a uno de esos poemas de George Trakl, con sus tristezas púrpuras y sus ocasos ahogados en la penumbra. Carmen López Mercader sitúa en el umbral de su texto una cita del psiquiatra Sue Stuart-Smith: “Aunque tenemos una gran capacidad innata para establecer vínculos, no hay nada en nuestra biología que nos ayude a lidiar con la ruptura de éstos, lo que significa que el duelo es algo que tenemos que aprender por experiencia propia”. Ciertamente, “nadie nos prepara para la pérdida”, como escribe López Mercader, y cuando esta se produce, hay que partir de cero, afrontarla como el explorador que se adentra en una “tierra incógnita” habitada por “dragones”. Es un dominio particularmente hostil, donde no es posible utilizar brújulas ni mapas, pues todo es incierto, desconocido y despiadadamente abrupto.
El dolor asociado a las pérdidas -aclara Carme López Mercader- no es una aflicción poética, sino algo “primario y animalesco”. Solo es posible soportarlo, cediendo el paso a las automatismos básicos del día a día: comer, dormir, trabajar. Es lo que hizo ella mientras Javier Marías permanecía en la UCI, aquejado por una neumonía bilateral. En esos momentos, no vives. Simplemente, funcionas, a veces con la ayuda de la farmacología, que permite conciliar el sueño. Cuando le llega la muerte a un ser querido, piensas que nadie ha sufrido un duelo tan desgarrador, pero es una impresión falsa, fruto del desconocimiento de lo que acontece en el interior de los que ya han soportado algo similar. La ausencia de alguien muy querido “cambia la inclinación del eje del mundo”. El matrimonio es una institución narrativa, afirmaba Javier Marías, y por eso, cuando uno de los dos falta, la historia se interrumpe bruscamente. Carme no cree que los difuntos sobrevivan en la memoria de los que los amaron ni que exista algo más allá de la muerte. “Los muertos permanecen en el más absoluto silencio. […] Javier no está en ninguna parte. Y eso me resulta inconcebible más allá de lo que soy capaz de expresar”.
Las fases del duelo solo son falsas estaciones de paso. El duelo nunca finaliza. Quizás te acostumbras a convivir con una ausencia particularmente dolorosa, pero ya nada vuelve a ser igual. El duelo no se supera. Sobrevives a él de mala manera, como el alpinista que casi muere en la montaña y vuelve a la vida con la mente contaminada por el recuerdo de las noches heladas, los aludes y el silencio sobrecogedor de la cordillera. Cuando crees que al fin has logrado algo de paz y serenidad, el dolor vuelve a golpearte con fiereza. No se avanza. Se camina en círculos. La Meca solo es el nombre de un lugar quimérico al que no llegarás nunca. Eres un peregrino hacia ninguna parte, un sonámbulo que camina a ciegas. Una compañera de UCI que también perdió a su pareja comentó a Carme que las dos habían bajado al infierno, pero volverían fortalecidas. Sin embargo, esa idea no le aporta ningún consuelo: “Yo no quiero ser otra. Me había costado mucho llegar a ser la que era. Aunque veo que el cambio es inevitable”.
El duelo no enseña nada. No curte, no fortalece: “Es malo de manera absoluta, completa y sin resquicios”. López Mercader cree que el mal existe y que algunos malvados disfrutan haciendo daño a los demás, pero al mismo tiempo admite que “el ser humano tiende a la empatía y la solidaridad”. No obstante, esa calidez puede ser intempestiva e hiriente. Preguntar cómo está a alguien que ha perdido a su pareja, solo produce incomodidad. ¿Qué se puede decir? ¿Estoy mal, mejor, tengo mis días? El culto al difunto tampoco constituye una ayuda. Carme cuenta que visitó con Javier las casas de muchos escritores ya fallecidos y contemplar sus pluma, sus pipa o sus escritorios no les sirvió para comprender mejor al autor o su obra. Por eso no le agrada la idea de que el hogar de Marías se transforme en un mausoleo, especialmente porque él apreciaba mucho su intimidad y detestaba el exhibicionismo. No le preocupaba lo que otros pensaran de él. Prefería callar y no deshacer malentendidos.
Carme nos cuenta que Javier bailaba mal, pero le gustaba dar unos pasos con ella. Por ejemplo, cuando llegaba el Año Nuevo y sonaba el Danubio Azul, el famoso vals de Johann Strauss hijo. Evocar esos momentos produce consternación, pero también cierto temor: “El miedo es un sentimiento que está siempre presente en el duelo, como he descubierto con infinito asombro”. C. S. Lewis confiesa lo mismo en Una pena en observación. De hecho, comienza así el libro dedicado a narrar el duelo por la pérdida de su mujer, la escritora Joy Gresham. El miedo a veces se mezcla con el estupor. A los pocos días de morir, Carme sintió el tacto de Javier en la cama y en el sofá: un brazo que se posaba en la cintura, una caricia en el cuello. Descarta que se trate de algo real, una especie de contacto entre el mundo físico y un hipotético más allá. Piensa que solo fue “una cruel elaboración de su mente afligida”. Una hoja del manuscrito de Tomás Nevinson introducida en el bolso al azar volvió a crear la impresión de que era posible la comunicación con los difuntos, pues en ella se leía: “…convenía que todo el mundo me creyera muerto y por lo tanto fuera de juego e inalcanzable…”. Carme descarta otra vez la posibilidad de una experiencia sobrenatural. La muerte solo es un vacío desolador, un espacio deshabitado, mudo. Sin embargo, al recordar la bondad, generosidad y paciencia de Javier mientras escuchaba sus explicaciones sobre las plantas que decoraban la terraza, escribe: “no me cabe la menor duda de que está en el cielo, sea este real o inventado por nosotros, pobres seres desolados, derrotados y anhelantes”.
Abatida por la pérdida, Carme descuidó las plantas de la terraza y murieron por culpa del calor y la suciedad, pero algo le impulsó a comprar un bambú y una orquídea. Aunque no se preocupó mucho de ellas, crecieron y, al llegar la primavera, adquirieron un aspecto luminoso. Gracias a ese milagro, sintió que los recuerdos podrían dejar de ser una fuente de dolor y proporcionar alivio. Una mimosa que plegaba sus hojas al sentir el tacto de la mano traía a la memoria la amabilidad distante de Javier, su pudor y su humor delicado, nada ofensivo. Carme cita la frase que un viejo jefe indio le dice a una mujer blanca en una película: “mi espíritu está dentro de ti y el tuyo dentro de mí”. El recuerdo de los seres queridos no es solo evocación, sino una forma de fusión con el ausente. Se puede decir que recordar es una manera de ser otro, de hacerle un hueco al que ya no está, de mezclarse con él y transformarse en algo distinto y mejor.
López Mercader se describe como una mujer independiente. De hecho, Javier y ella vivían en ciudades diferentes y, aunque compartían largos períodos, también permanecían separados durante muchas semanas. Aficionada al senderismo de montaña, Carme a veces realizaba extensas travesías sin la compañía de Marías, pues al escritor los paisajes naturales solo le producían indiferencia. Eso no significa que los paisajes urbanos le fascinaran. De hecho, los únicos paisajes que le cautivaban eran los interiores, los que podían encontrarse dentro de las personas o los que aparecían en una buena película, pues el cine era una de sus grandes pasiones. A pesar de esa independencia, Carme ha descubierto que no puede vivir sin Javier y su dolor parece una travesía inacabable. No pierde la esperanza de llegar a la meta, de conseguir cierta paz interior, pero de momento no atisba esa serenidad que supuestamente el tiempo suele proporcionar. No tira la toalla. Solo pide que los buenos amigos le permitan ir a su ritmo, que no le fuercen a quemar etapas, pues ella ha aprendido en la montaña que cada senderista necesita un ritmo diferente. Si acelera su paso por encima de sus posibilidades, lo más probable es que abandone su objetivo.
Javier Marías se sentía atraído por los fantasmas. Su película favorita era El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947) y, aunque no creía en lo sobrenatural, sí pensaba que de alguna manera los muertos acompañan a los vivos. Siempre tenía muy presente en su memoria a su madre, Dolores Franco, a su hermano Julianín, que murió con solo tres años, a su padre don Julián, a los escritores Juan Benet, Heliodoro Carpintero y Rosa Chacel. Todos estaban presentes en él y, de alguna manera, lo acompañaban. Javier no tenía prisa por morir, pero a medida que pasaba el tiempo sentía que él también se convertía en un fantasma y confiaba reencontrase con sus seres queridos. Carme se considera una mujer estrictamente racional, pero siente la presencia de Javier a todas horas y su mente comienza a abrirse a perspectivas hasta ahora desechadas por absurdas o ilógicas: “Ojalá, ojalá ese otro mundo exista y lo haya recibido con los brazos abiertos, ojalá mi Javier esté rodeado ahora del cariño de los que le faltaban en su vida mortal y nunca se ausentaban de su pensamiento”. López Mercader finaliza su breve planto con una conmovedora rebelión contra la razón: “Que me lleve a creer que esa eternidad que decía concebir sólo conmigo exista y que él esté aguardándome pacientemente en ella. Que me haga soñar con lo que no puede ser”.
Siempre he admirado a Julián Marías. Padre e hijo convivieron durante un tiempo como dos solteros bien avenidos. Don Julián albergaba una profunda fe que su hijo no compartía y eso le ayudó a sobrellevar la pérdida de su mujer, Lolita Franco. Solía repetir que Lolita estaba en todas las páginas que había escrito. En 1897, Ramón y Cajal describió a la mujer intelectual, poco frecuente en esa época por culpa de los prejuicios sociales y los impedimentos legales, como una mujer “inteligente y ecuánime, rebosante de optimismo y fortaleza”. Heliodoro Carpintero utiliza esa cita para describir a Lolita en la nota de homenaje que escribió con ocasión de su muerte. Julián, que sufrió enormemente con su pérdida, estaba convencido de que “volvería a verla y a estar con ella”, pues “la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal”. El amor que sentía por ella demandaba un mañana compartido: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Julián Marías sostenía que “el hombre ha acontecido de manera fecunda y complejísima sobre la Tierra; no parece lícito entender su destino más alto como una simplificación”. ¿Cómo será esa eternidad donde Julián esperaba encontrarse con Lolita? En ningún caso, una vivencia estática, sino algo dinámico y creativo. “Nuestra realidad personal, inteligente, amorosa, carnal, ligada a formas históricas, hecha de proyectos de varia suerte, articulados en trayectorias de desigual autenticidad, es la que ha de perpetuarse, transfigurarse, salvarse. No puede imaginarse ninguna mutilación ni disminución”. Julián Marías no ignoraba que el racionalismo había mermado la esperanza, no reconociendo otro horizonte que el no ser. “Nuestros contemporáneos prefieren lo único de que se puede tener seguridad: la nada. Acaso la escasez de amor es un factor que entibia el deseo, la necesidad de otra vida: si no se ama, ¿para qué?”.
Sé que Javier Marías y Carme López Mercader están muy lejos de esta perspectiva. Entiendo su postura, pero yo prefiero guiarme por las razones del corazón y no por las evidencias empíricas. He perdido a muchos seres queridos y hace poco mi mujer ha superado un cáncer, lo cual ha convertido nuestra rutina en un camino de miedo e incertidumbre. La muerte me parece obscena e intolerable. Cuando El Cultural me comunicó que Javier Marías había muerto y me pidió un artículo sobre su desaparición, experimenté una profunda tristeza. Solo habíamos hablado por teléfono en tres o cuatro ocasiones. Después de leer mi relato “El día que no conocí a Javier Marías”, publicado en la revista Zenda, me llamó por teléfono para contarme cuánto le había gustado y, poco después, me concedió una de sus últimas entrevistas. Durante hora y media, hablamos por teléfono. Si alguien quiere escuchar la conversación, puede hacerlo en Youtube. Javier Marías me pareció un hombre bueno y amable, con un sentido del humor elegante y una inteligencia muy aguda. No descubro nada si digo que fue uno de los mejores escritores de los últimos cincuenta años y que -como escribió Pérez Reverte- el Nobel ha perdido mucho al no incluirlo entre sus premiados. Como sostiene Javier Gomá, el mundo se empobrece trágicamente cada vez que muere una persona buena y valiosa. Por eso, prefiero pensar que hay otra vida, similar a la que comparten la señora Muir y el capitán Gegg, una vida donde también se encuentra Julián y Lolita y, por supuesto, Javier Marías, esperando a todos los que le quisieron. William Blake sostenía que la existencia no discurre en el tiempo y el espacio, sino en el fecundo seno de la Imaginación. La Imaginación, y no la materia, es la realidad primordial. Esa idea es la brújula que debe guiar nuestros duelos. Soñar es la mejor forma de vivir y la única alternativa para adentrarse en la “tierra incógnita” de la muerte con la esperanza de no extraviarse en la oscuridad y el silencio.
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