Yo también soñé con ser un artista adolescente, pero me faltó tu audacia y tu pasión por lo imposible. Yo también senté a la Belleza en mis rodillas y la injurié al descubrir que su rostro era amargo y venal. La Belleza es una prostituta que finge amarte en una pensión barata, susurrándote al oído que nadie le ha hecho sentir algo semejante. Yo también soñé con corazones que se abrían y liberaban ríos de arañas y murciélagos. Yo también soñé con falsas auroras, mañanas irrealizables e improbables reencuentros y no tardé en descubrir que la poesía puede ser un vino agrio, un veneno insidioso, una estrella enferma.
Al releer tus poemas, siento que una copa de cristal estalla en mi garganta. Tus versos son dos amantes que se inmolan en una pira, lamiéndose la piel con una lengua áspera, de perro sediento.
A los quince años ya eras un vidente que anunciaba la seriedad del suicido y la grandeza de las existencias malogradas. A los veinte arrojaste las palabras lejos de ti, asqueado de su triste quehacer. No te interesaba la eternidad ni el nombre exacto de las cosas. No querías ser un poeta laureado, sino un ladrón, un canalla, un forajido, un hombre libre, que se ríe de la moral y el pecado. De niño, paseabas por las calles con un cartel donde se leía: “Muera Dios”. A los dieciséis, ya eras un bandido adolescente, que se había regocijado con el baile de los ahorcados, títeres negros con lenguas cárdenas y ojos de espanto.
Aunque los hombres estaban en guerra, no te interesaban sus querellas. Sentías el mismo desprecio por todas las banderas. La sombra roja de la Comuna de París te deslumbró durante un tiempo, pero enseguida descubriste que no deseabas ser un revolucionario, sino un alquimista, un chamán, un nigromante. Aunque pertenecías a la familia humana, no experimentabas ningún amor por tus semejantes. No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, proletarios y explotadores, hombres y mujeres. Todos te resultaban igualmente repulsivos.
Escribiste “Yo es otro”, pero el otro solo era para ti una tela de araña, una trampa mortal, un aire negro. Cuando llegaste a París, Victor Hugo afirmó que eras “Shakespeare niño”, pero en realidad eras un Calibán furioso, un caníbal que solo aceptaba la compañía del hachís y el ajenjo. Cuando alguien se acercaba a enseñarte un poema, le escupías en la cara. Verlaine se enamoró de ti y te invitó a su casa: “Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”.
No apreciabas ninguna diferencia entre obreros y burgueses, hombres y mujeres. Todos te resultaban repulsivos.
Verlaine te acogió con su joven esposa Mathilde Mauté, una “virgen demente”, una doncella de diecisiete años monstruosamente embarazada y acostumbrada a la violencia de un esposo con aspecto de fauno. Enseguida os hicisteis amantes. Enseguida comenzaron las reyertas y las humillaciones. Os marchasteis a Londres, abandonando a Mathilde con su hijo, el triste fruto de un matrimonio aciago. Vivisteis en la pobreza en Bloomsbury y en Camden Town. Cuando anunciaste que te marchabas, Verlaine enloqueció. No era la primera ruptura, pero esta vez tu determinación parecía inquebrantable.
Verlaine te disparó y te hirió en la muñeca. La justicia le envió a prisión, pese a tus súplicas de indulgencia. Después de esa experiencia, renunciaste a escribir, pero no a ser una canalla, un forajido, un hombre sin miedo a pecar y a extraviarse en el último círculo del infierno. Te enrolaste en el ejército holandés para viajar a Java. Desertaste, convirtiéndote en prófugo. Viajaste a Chipre y a Yemen. En Adén, hiciste el amor con las nativas y paseaste por plazas y calles con una abisinia, que te amó sin esperar nada a cambio. En Harar, Etiopía, empezaste tu carrera como traficante de armas.
Te gustaba fotografiarte con rifles y una pipa, sin ocultar tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores. Algunos dicen que comerciabas con los nativos, capturándolos en sus aldeas y vendiéndolos a los capitanes de barco que se dirigían a la joven América, donde les aguardaban las plantaciones de algodón y los capataces brutales. Hiciste una pequeña fortuna, pero tu rodilla derecha era un árbol enfermo, que propagaba el cáncer por tus huesos.
Regresaste a Marsella y te amputaron la pierna, pero ya era demasiado tarde. Tu hermana Isabelle te cuidó durante largas semanas. Mientras agonizabas, dibujó tu rostro una y otra vez. Ya no eras un joven hermoso, sino un hombre de 37 años con los días contados. “Dentro de poco yo estaré bajo tierra y tú caminarás bajo el sol”, le dijiste a Isabelle, aceptando que un capellán absolviera tu alma sufriente y desfallecida. Ya conocías el infierno y te preguntabas si existía el paraíso.
Nunca ocultaste tu arrogancia de blanco europeo que no se avergüenza de esclavizar a los pueblos inferiores
Tal vez el miedo se apoderó de ti en el último momento, pero nunca buscaste la paz ni la fraternidad. Ser otro no significó para ti adentrarse en el otro, sino liberarse del yo para bailar ebrio y desnudo. El amor siempre te pareció una farsa, un viaje estéril por la carne. Tú único anhelo era desordenar los sentidos y atisbar lo incomprensible. No creías en Dios, pero sí en tus iluminaciones, que hablaban de relámpagos y vigilias, lejanías y confines, albañales y cimas. Sabías que el yo no piensa ni escribe. Nos escriben y nos piensan los otros. Nunca presumiste de hombre civilizado.
Eras un bárbaro que festejaba la sangre y los cielos llenos de pavesas escupidas por ciudades en llamas. Descubriste el color de las vocales y el estridor del silencio. A veces he envidiado tu vida y tu muerte, tus poemas precoces y tu prematuro exilio del mundo. ¿Dónde estás ahora? ¿En el infierno, reconciliado con la Belleza y con la risa de los niños? ¿O sigues con nosotros, escuchando la fanfarria atroz de este tiempo de asesinos? Siento tu presencia cuando escribo, pero no es una compañía benévola, sino una mirada feroz que celebra el vértigo de no ser.
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