Vengo de un país oscuro, muy oscuro; y frío, extraordinariamente frío. No sé si voy a saber adaptarme a la bonanza. Haber estado expuesto a las inclemencias más feroces de un mayo miserable, te predispone a la melancolía y al hundimiento del ánimo. No sé cuándo dejaré de estar en ese país del que provengo, no sé. La primavera ya no existe. El paisaje es tan asfixiante y el clima tan desalentador que apenas he tenido tiempo de vaciarme del hielo. Todavía contemplo la vida a través del filtro de la tormenta. Veo el mundo, aún, oscuro, frío, inhóspito, terrible, como lo fue mi estancia en aquel país lóbrego del cáncer. Nadie ha salido indemne de ese páramo, nadie. La muerte es la única habitante de sus lagos helados y de sus precipicios inaccesibles. Hay días en los que sigo cayendo en vacíos sin fondo, de yogur y parches de morfina. Y no consigo ver nada, y no cojo resuello, porque la caída es tan violenta que el aire se vuelve fuego y alrededor todo son sombras vertiginosas, imágenes de cuerpos famélicos, descarnados. Y bocas sin alimento, sin dientes.
Ojalá y todo esto no fueran sino alegorías literarias, imágenes de ficción, pero no es así. El paisaje que habito sigue siendo ese inframundo de fuego, aborrecible, diseñado por un monstruo del horror. No es una imagen literaria, qué más quisiera yo.
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