Me dispongo a ver un documental sobre Chet Baker y, desde el principio, vuela la convicción de que el genio devora al personaje y, al no poder aguantar los espacios en los que no está creando, se entrega a la droga y a la depravación. Conforme avanza el documental (de estupenda manufactura), se impone otra idea, más común: mejor separar al personaje y su talento. Las creaciones musicales de Chet Baker me cautivan, me enamoran, igual que a todas sus mujeres. Qué trivial, qué sucio todo lo que tiene que ver con su adicción a las drogas, con el maltrato hacia alguna de sus ellas, con el desprecio hacia sus hijos y hacia su madre. En cambio, Chet se pone a cantar, con esa lírica imperfecta, sopla la trompeta y toda su maldad desaparece. Me hace llorar, me produce una sensación extrema. El problema es que siempre que se trata la vida de un genio se suele escoger a estos, a los que han sufrido una vida convulsa y fuera de orden. ¿Es que el genio no puede vivir de otra forma? ¿Es que no hay otra manera de resistir la creación de tanta belleza que ocupar los momentos fuera de la música con droga y perversión? No sé. Hay muchos otros ejemplos de vidas ejemplares, pero claro, esas no interesan porque no tienen el morbo de la biografía convulsa. Sería un fiasco hacer un documental sobre Antón Chéjov o sobre Pérez Reverte (espera, sobre este no). A todas estas, yo me había metido aquí para escribir sobre los muertos, porque Chet está muerto, aunque siga escuchándolo a través de los altavoces de última generación, igual que tantas otras, a pesar de que sigan resonando en mis oídos sin pausa. Porque la gente genial, sea por sus obras o por su vida siempre sigue sonando
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