El lunes no es buen día para ir de bares, todo el mundo lo sabe. Sin embargo, me ha apetecido salir a un restaurante y, por mi mala cabeza, he comprendido que también se puede comer mal en Albacete, lo confirmo. Me he acercado a tres sitios conocidos, pero estaban cerrados y me he aventurado (¡qué intrepidez, qué riesgo!). Me he armado de valor y me he dicho a mí mismo, "¿cuándo has comido mal en esta ciudad?" (este es el nivel de mis monólogos interiores) y me he metido en un local ignoto (qué palabra, qué misterio).
Al adentrarme en el salón comedor, me han dado ganas de escapar, pero soy muy pusilánime (aquí podéis poner gilipollas) y la mirada del camarero me lo ha impedido. Me siento. Frente a mí un señor mayor que ya está terminando. Al salir, me toca el hombro y me suelta un "que aproveche" ilustrado con una sonrisa sospechosa. La camarera me perdona la vida y me dice que hay menú único, sin posibilidad de elección. Por suerte, de los tres platos, me gustan dos y no me atrevo a huir. Pido vino y gaseosa para beber mientras contemplo desanimado los paisajes que adornan las paredes. Si Garcilaso los hubiera visto, nunca habría compuesto las églogas. De todas formas, me animo porque hay bastante gente. El vino está malo, hasta con gaseosa, tiene ese color ocre del metal oxidado. Además, está caliente, como la gaseosa. Por supuesto las dos botellas me las sirven a medias (hay que cuidar la sostenibilidad y no desperdiciar nada).
Primer plato: cazuelilla de chipirones en salsa. Menos mal que es cazuelilla porque mi estómago (que es un verdadero trullo) no habría aguantado una cazuela. De segundo: arroz a banda. Tiemblo a la espera del plato. Me sirven una paellita individual, forrada de pimiento rojo. ¿Quién ha dicho que el arroz con poco tomo siempre está bueno?, mentira. Una parte es salitre puro, a la otra (bastante caldosa) le ha caído una lluvia importante de pimienta. Como mucho más de lo que desearía porque las miradas de los dos camareros me intimidan (aquí también podéis poner por gilipollas). Espero el postre, bueno, no, lo temo. Natillas. Una alegría: son de los polvos de siempre (Potax creo), sabor reconocible de los bares que frecuentaba en los ochenta.
Por fin he terminado. Me arriesgo a pedir café (creo que llegados a este punto no llevo nada a perder). Pues sí, he vuelto a perder: un recuelo centenario con el mismo sabor que el vino y con la misma temperatura.
Al salir, aturullado y confuso tras el pago de la cuenta, me doy cuenta de que aquello se vende como marisquería y en las vitrinas hay unas cigalas y unas gambas muy aparentes. Caigo en ese momento en que los únicos que hemos comido de menú hemos sido el señor mayor y yo. Quizás es de esos sitios en los que pedir el menú es un error de bulto, pero qué iba a hacer yo si la camarera es lo primero que me ha ofrecido. Cualquiera se atreve a pedir otra cosa. Con lo que a mí me gusta el marisco.
Espero digerir el asunto sin espasmos y sin tener que llamar al 112. Sudores fríos ya me suben.
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