Siguiendo con mi revisión de clásicos del cine español, ayer pude disfrutar otra vez de una obra cumbre del neorrealismo. Yo, el Vaquilla es una película impactante.
Empiezo por el protagonista, quien nos presenta su autobiografía desde la cárcel. El testimonio es escalofriante, casi más que la moda de aquellos años. Su aspecto de quinqui heroinómano no nos puede hacer olvidar que Juan José Moreno Cuenca está actuando, no es él mismo (de ahí ese unicejo poblado, puro maquillaje). Desde que vi Tar, protagonizada por Cate Blanchet, no había asistido a una interpretación tan estremecedora.
Nada más empezar la película nos damos cuenta de que se quiere acabar con los tópicos, con los mitos: el pequeño Juan José no llama "mama" a su madre, sino "mamá", chúpate esa, clasismo de mierda. Como hija de la más rancia tradición picaresca, la historia nos introduce en un mundo de delincuencia que el Vaquilla respiró desde su más tierna infancia. Sus altas capacidades en los estudios no evitaron que lo expulsaran de por vida del colegio por robar algo de material escolar. En la actualidad estaría cursando el Grado Básico de Formación Profesional, no se le habría impuesto un castigo tan inhumano. Le promete a su madre que estudiará para abogado, para librarla a ella de las penas que le pudieran imponer. Porque la madre del Vaquilla se dedica a robar, tiene un sexto sentido para detectar, en las casas que asaltan, fajos de billetes de mil pesetas. Donde ninguno de sus colegas delincuentes ve nada, ella, ¡zas!, descubre un montón de parné.
Lo naïf de las actuaciones es intencionado, para ofrecernos esa imagen de verdad absoluta, apoyadas también por la incoherencia de la historia y la desconexión de los hechos (así es el mundo real: incoherente, inconexo, sin sentido). Las hostias que su madre y el tío Manolo le pegan al niño Juan José son estruendosas, dignas herederas de las películas de Bud Spencer. A base de mandobles con la mano abierta, Juan José aprende a ser un ladrón honrado: tironea bolsos, roba fábricas, atraca tiendas, asalta casas, pero siempre tiene un gesto de liberalidad con sus allegados. Además es casto: "Yo, por ser aún pequeño, no atraía a las chicas con tetas; y las otras no me gustaban".
Y me dejo para el final lo mejor de la película: las persecuciones en automóvil. Qué despliegue de efectos, qué verdad (otra vez) en esos policías que esperan en la cuneta a los delincuentes para salir detrás de ellos y tirotearlos (sin tino) desde las ventanas de un 124. ¡Qué habilidad la de un niño que apenas llega a los pedales para derrapar, fintar, esquivar a los "secretas"! De adolescente me quedé con las ganas de aprender a hacer un puente; ahora, de mayor, admiro a ese héroe de los ochenta, por su espíritu artístico, por su vida aventurera, por las hostias que le dieron, por haber conocido los reformatorios de Barcelona, por sus viajes a Perpignan, por su pericia en la conducción, por sus vicios... bueno, no.
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