Hoy he cumplido tantos años que me da pereza contarlos. Y lo he celebrado corrigiendo. No porque sea un masoquista ni un sádico, sino porque me apetecía pasar el rato con mis alumnos. Es una tarde de domingo, áspera, solitaria, de sol resplandeciente. La calle atrae con impudicia, sin embargo, solo me apetece esa perversión, esa manera extraña de estar acompañado. He leído sus respuestas a un examen largo, muy largo, y he sentido la proximidad de sus neuras, de sus cavilaciones, de sus obsesiones. En un principio, preguntar por Luces de bohemia o por la Generación del 27 parece que nada te va a decir de ellos, pero sí, vaya que si lo dice. Esa chica estudiosa que ha completado cinco folios por las dos caras, que ha estampado hasta la última coma de los temas propuestos; ese chico lunático que pretende hacer literatura en cada una de las palabras que escribe y apenas se entiende nada; esa letra clara y redonda que te conforta y te lleva a una personalidad bien definida, a pesar de su corta edad... Y tantas páginas más, escritas a mano, con la angustia de haber dormido poco o nada, con la desesperación de obtener una buena nota que los sitúe en el disparadero social, en perfecta posición para medrar o reventar, para entrar en el círculo infernal de la madurez. No es un cumpleaños al uso, eso es lo que quería, alejarme de los tópicos... Que no, no he corregido ni un examen. Me he bebido una botella de vino y he imaginado qué habría pasado si hubiera corregido, es mucho más divertido de esta manera. Seguro que no me desvío ni un tanto así.
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