Nadie sabe de la vida hasta que una tragedia imprevista lo asalta. Nadie, ni el hombre de 50 años, ni la mujer de 40, ni un viejo de 70, sabe lo que es la vida hasta que, sin esperarlo, el viento de la muerte hiela lo que está a tu lado. Es entonces y solo entonces cuando la vida muestra su verdadero rostro. La seguridad, el bienestar, lo cotidiano, la rutina, se transforman, se convierten en un plato agrio y de mala digestión que te jode el estómago y te llena la boca de agua como cuando uno está a punto de vomitar. No solo es la soledad lo que ayuda a que nunca termines de digerir la desgracia, también un "no sé qué queda balbuciendo", una constante tristeza de incomprensión. Nadie puede comprender la muerte, nadie. La maldición de nuestra consciencia se agrava con el aullido irracional de la ausencia. Ya lo decía Gil de Biedma, "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde..." Sí, cuando se pone seria la vida, es el momento de armarse de humor y de ironía, porque la gravedad solo sirve para que la amargura cale más hondo, para que el trueno de la tragedia no pare de retumbar. Sí, el humor, la ironía, que toda mi vida he cultivado, en los que siempre he cifrado mi existir, son los únicos elementos de los que uno puede valerse para aliviar la seriedad de la vida, la irracionalidad de la muerte. Nada me puede hacer comprenderla, lo mejor es reírse de nuestra propia desgracia. Quiero recuperar el humor, quiero devolvérmelo porque es lo único que me puede sostener en pie. Cuesta, cuesta volver a reírse de uno mismo, pero ahora, cuando la vida va en serio, es el momento propicio para hacerlo.
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