Me he trasladado a finales del siglo XVI para huir de una condena que asuela mi casa, implacable, ruda, sin piedad. Viajar en el tiempo es una medida muy útil para salvar el oremus. Uno no puede aguantar hora tras hora los rigores de una enfermedad implacable si no se refugia en algún sitio o en algún tiempo con tejados y paredes recias. Mi siglo XVI, el de Lope, el de Cervantes, me sirven para evadirme, para estar fuera de mí, fuera de la desgracia que me rodea. Vivir junto a Elena Osorio me sirve para no perder la cordura. Me he metido en la cama con Lope y lo he hecho amigo de Cervantes. No es ninguna aberración, pudo pasar, y a mí me sirve para llevarlos a los dos de la mano, por el Mesón de Paredes, por Lavapiés, por Atocha, por el Prado. Estoy entusiasmado de haber recuperado o resucitado o revelado esta amistad del joven Lope (24 años) con el experimentado Cervantes (39). Me abstrae esta otra vida, me alivia el sufrimiento continuo y casi desesperado de la otra, de la real, de la del siglo XXI. Quién podría encontrar a dos compañeros mejores que estos dos, Lope y Cervantes. Me sirven de interlocutores en mis miserias, me obedecen en todo los que les pido, ya en sus parlamentos, ya en sus hechos, aunque muy a menudo se van por los cerros de Úbeda (cómo me gusta esta expresión). Los amoríos de Lope los sé de mejor tinta que si fuera el duque de Sessa. Estoy con él cuando le recita a Elena Osorio un poema bajo la reja y estoy con él cuando le escribe una sátira a su madre para insultarla y acusarla de ser la proxeneta de su hija. Qué apasionante ver cómo el destino de estos dos hombres se cruzó en la Corte, en Lavapiés, en los corrales de comedias. Inventar sus coloquios, sus cavilaciones, sus encuentros, me vale para salir de esta urdimbre angustiosa en la que me ha colocado mayo del 2022.
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