Barthes dice que hay libros para leer en el escritorio y libros para leer en la cama. Tener los pies en alto, dice Calvino, es la primera condición para disfrutar de la lectura.
La lectura puede medirse en páginas, en capítulos, en poemas, en minutos o en horas. La lectura veloz apareció alrededor de la mitad del siglo XX cuando la maestra estadounidense Evelyn Wood popularizó y vendió su método para leer hasta cinco mil palabras por minuto cuando lo normal son trescientas.
A razón de trescientas palabras por minuto, se calculan las horas que lleva leer cada novela: Lolita: 6:26, Madame Bovary: 8:43; El amante: 1:00; Guerra y paz: 32:63.
Shakespeare leía en latín porque el inglés estaba prohibido. Walt Whitman iba al aire libre y se tiraba sobre la hierba cada vez que sentía ganas de leer a Shakespeare.
«Desocupado lector». Así empieza el Quijote, que es un libro sobre leer y escribir. El protagonista no es solo el hidalgo ingenioso de un lugar de La Mancha, sino también el narrador que no quiere acordarse del nombre de ese lugar de La Mancha.
En el mundo de Tlön se lee lo real perturbado y contaminado por la ficción. Erik Lönnrot, detective, solo cree en lo que lee y, porque no conoce otro modo de acceder a la verdad que la lectura, se equivoca y va hacia la muerte. Borges, que pensó a Tlön y también a Lönnrot, prefiere leer a escribir.
Virginia Woolf leyó todos los libros de la biblioteca de su padre, en su casa, mientras sus hermanos iban a Cambridge.
«No es apropiado que las niñas aprendan a leer y a escribir a menos que deseen hacerse monjas, porque, de lo contrario, al alcanzar la mayoría de edad, podrían escribir o recibir cartas de amor», escribió Felipe de Novara en el siglo XV.
La única referencia a la escritura que hay en Homero está en el canto VI de la Ilíada, entre los versos 165 y 170. Es una acusación contra un hombre por escribir: «Lo envió a Licia y le entregó luctuosos signos, mortíferos la mayoría, que había grabado en una tablilla doble».
Se supone que Dante empezó a escribir el Infierno en 1304, el Purgatorio en 1313 y el Paraíso en 1316. No hay evidencia. Tampoco queda una sola línea escrita por la mano de Dante, aunque dicen que tenía «una delgada y exquisita caligrafía».
Petrarca les escribía cartas a los escritores muertos. Uno de los que más le respondía era san Agustín.
Stendhal pasó diez años sin escribir. Esperaba la inspiración.
Cuando Barthes trabajaba en el campo, se distraía y no lograba la misma concentración que en su estudio en la ciudad: «Las distracciones que me suscito cada cinco minutos son las siguientes: vaporizar una mosca, cortarme las uñas, comerme una ciruela, ir a mear». A estos devaneos Barthes los llamaba mariposear.
Robert Walser escribía que no se podía escribir.
Fernando António Nogueira Pessoa publicó un solo libro en toda su vida: Mensaje. Su biografía dice que no dejó descendientes ni bienes ni testamento. No tuvo mujer ni casa ni diploma. Su certificado de defunción decía «escritor». Para ahorrarse el esfuerzo y la molestia de vivir, Pessoa inventó escritores que escribían por él: Álvaro de Campos, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Vicente Guedes.
Gustave Flaubert pasó toda su vida haciendo frases. Las escribe, las corrige, agota semanas buscando la forma exacta. Sueña con escribir un libro acerca de nada, sin pretextos exteriores, que se sostenga en pie solo por la fuerza del estilo.
John Ashbery no corrige sus poemas; sería una pérdida de tiempo, dice. Los poemas, para Ashbery, no son sagrados y entonces los ensucia.
Kafka soñaba que leía a Flaubert. Describe el sueño en su diario: está en una sala colmada de gente en un podio, toma un ejemplar de La educación sentimental y lo lee completo en voz alta. No hay una sola interrupción.
Kafka pidió que nunca bajo ninguna circunstancia se represente con imágenes el insecto Ungeziefer en el que se convirtió Gregor Samsa.
Vladimir Nabokov es aficionado a la entomología e intenta dilucidar en qué tipo de insecto se ha transformado Gregor Samsa. Concluye que es un artrópodo. Nabokov fue siguiendo las pistas de la narración —múltiples patas, abdomen convexo, caparazón, mandíbula, espalda redondeada— hasta terminar con un boceto del insecto, una especie de escarabajo.
Gregor Samsa nunca llegó a saber que tenía alas bajo la cubierta dura de su espalda.
Después de leer Ulises y Finnegans Wake, Samuel Beckett sufrió un caso de angustia de influencia. Dejó de escribir en inglés y se pasó al francés para no tener que tocar el mismo instrumento que Joyce.
Virginia Woolf leyó a Joyce, pero no le gustó demasiado, aunque se ocupó de publicarlo en Londres. Cuando leyó a Proust se sintió desanimada: después de eso a ella no le queda nada bueno por escribir. Se cartea con Katherine Mansfield y compiten en silencio. Con Eliot compiten en voz alta.
Los amigos de T. S. Eliot hicieron una colecta para que él pueda dejar su empleo en el Lloyds Bank de Londres y se dedique a escribir. Entre sus amigos estaban Virginia Woolf, James Joyce, Ezra Pound.
Pound ayudó a Joyce con la escritura de Retrato del artista adolescente y a Eliot con La tierra baldía, un poema collage hecho de citas, referencias, restos y pedazos de otras cosas. A Ezra Pound le gusta el saqueo literario.
Los escritores amigos de Pound testificaron que estaba loco para salvarlo de la horca a la que se había acercado demasiado por su devoción a Mussolini. Vivió doce años en un manicomio, escribiendo.
William Faulkner fue piloto durante la Gran Guerra, Ernest Hemingway y John Dos Passos conducían ambulancias, Francis Scott Fitzgerald participó del desembarco del Día D.
Entre los antiguos celtas, cuando dos ejércitos libraban una batalla, los poetas de ambos bandos se retiraban juntos a una colina y allí discutían la lucha, cavilosamente.
Terminadas las guerras florecen los poetas. Natalia Ginzburg dice que después de la guerra todos en Italia creían ser poetas, pero confundían el lenguaje de la política con el de la poesía, que son dos lenguajes bien diferentes.
En la libreta de apuntes de Walt Whitman encontraron restos de su sangre, testimonio de su trabajo como voluntario durante la guerra.
Desde 1925 Adolf Hitler, en su declaración de impuestos, en el casillero de la profesión ponía: «escritor». Había publicado Mein Kampf, fue un best seller, pero con los años el autor cambió de profesión y dejó de escribir.
Albert Einstein escribió un poema en el que las estrellas, sin preocuparse por la teoría de la relatividad, siguen su camino de acuerdo con los planes de Newton.
A los treinta y un años Herman Melville llegó a la conclusión de que había fracasado como escritor.
Rimbaud dejó de escribir a los diecinueve años.
Rilke le escribió al joven poeta que solo debe escribir si la perspectiva de no hacerlo se correspondiera con la muerte: «Si tendría que morirse en cuanto ya no le fuese permitido escribir».
El joven René Guy Cadou soñaba con ser escritor, vivía obsesionado con la vida de los escritores, pero de su pluma no salía una sola línea decente. Antes de morir tomó la precaución de dejar escrito su propio epitafio y esas palabras se convirtieron en sus obras completas.
Durante el Renacimiento, Lodovico Castelvetro diseñó una máquina para estructurar argumentos a partir de cualquier premisa dada. Tenía cuatro ruedas con distintas posiciones: la rueda de los sujetos, la de los predicados, la de las relaciones y la de las preguntas. Cada punto de cada rueda podía convertirse en el punto inicial de una nueva búsqueda. La llamaban la máquina retórica.
En el siglo XV lapuntuaciónseguíasiendoerráticalaspalabrasseescribíansinseparación y las Mayúsculas se usaban de Forma incoherente.
Según los registros históricos, el 11 de marzo de 105 e. c., el eunuco Cai Lun le presentó una novedad a su emperador He de Han: el papel.
«Si, en el momento de sentarse a leer, se suspendiera la publicación de libros, [un lector] necesitaría trescientos mil años para leer los ya publicados. Si se limitara a leer la lista de autores y títulos, necesitaría casi veinte años», dice Gabriel Zaid en Los demasiados libros.
Los lectores de Fahrenheit 451 habían memorizado los libros y resistían en el bosque a la espera de momentos más propicios para la literatura.
Pessoa escribía fragmentos y dejaba espacios entre ellos para rellenarlos después con palabras, frases o párrafos enteros. Los fragmentos fueron encontrados en un baúl y los espacios los completó todos el lector, que es uno y es múltiple.
«Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual», escribió Borges en 1935.
A Borges le gustaban las enciclopedias. A Wystan Hugh Auden le gustaba leer el diccionario, decía que sería el libro perfecto para llevarse a una isla desierta. Ricardo Piglia, en cambio, creía que el único libro útil en una isla desierta sería un manual con las indicaciones para construir una balsa.
Alonso Quijano se volvió loco de tanto leer.
Cuando David Markson leyó Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, se creyó loco: estaba seguro de haberlo escrito él mismo. Se obsesionó, se hizo amigo de Lowry y se mudó a México para imitar al personaje protagonista.
«No se inventa nada. Solo pequeñísimas variaciones de lo ya dicho, visto, oído, leído, escrito, olvidado», dijo Augusto Roa Bastos.
Markson pasó gran parte de su vida en bibliotecas y librerías, acumulando citas. Con eso escribió una novela que no es una novela. Su cita preferida era de Jules Renard: «Escribir es la única profesión en la que nadie te considera ridículo si no ganas dinero».
Cuando Pierre Menard se puso a escribir un libro no quería uno cualquiera, quería el Quijote. Lo quería idéntico, palabra por palabra. Para lograrlo, emprendió la tarea de olvidar todo lo acontecido entre 1602 y 1918. Y así le salió el Quijote, como si fuera Cervantes, pero sin copiarlo.
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