En Macbeth se oye el miedo, se saborea, se ve, respira en la nuca, clava alfileres en la punta de los dedos y en el centro del cerebro. El miedo nos acompaña desde la infancia, a través de la oscuridad, de lo desconocido, de la casa extraña, del matón del colegio, de la figura de un padre agrio..., qué sé yo. El miedo nos abraza en la adolescencia como un compañero traidor, siempre apegado a la duda, al titubeo, a la indecisión, a la exposición pública, al qué dirán, a la soledad. El miedo de la madurez, el miedo a la pobreza, a la incuria, al rechazo, a la intemperie, al despiadado paso de los años. El miedo a la enfermedad, al otro, a mí mismo, a la pérdida de la vitalidad, al dolor, a la conciencia de estar vivo, a la desaparición, a la inanidad de la existencia, a la eternidad. El miedo, aun sin la viscosidad de la sangre, sabe rancio y huele a noche, cruje entre los dientes como una tortilla de ceniza y brasas encendidas.
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