Cuando no me apetece escribir, escribo, es la única forma de no abandonarme a la abulia. Escribir es la única medicina contra la indigencia intelectual. Sí, leer también sirve, pero escribir araña en lo más hondo del hígado y te extrae jugos gástricos que ni siquiera imaginabas haber almacenado. Un continuo flujo de bilis te sube al paladar y te recuerda no solo lo que comiste hace ya muchos años, sino lo que nunca comiste o lo que comieron otros. Porque escribir nos acerca mucho al demiurgo o al caníbal, hace que saboreemos el extraño amargor de nuestra propia naturaleza. No, no creo que sea una forma de buscarse a sí mismo, como esgrimen los psicólogos; sino de lo contrario, es la manera de huir, de asombrarnos ante la complejidad de nuestro organismo. Cuando uno se rasga las vísceras, no sabe lo que va a salir de ellas. La curiosidad por ver de qué estamos compuestos nos conduce a rajarnos por dentro y, a menudo, las hemorragias son tan abundantes o de un color tan nauseabundo que asustan. Es en ese momento cuando hay que intentar retener lo escrito en un recipiente adecuado, remover los jugos y cuajarlos hasta volverlos sólidos y comestibles. Ser nuestro propio matarife y, después, adobar la mezcla para acercarla al paladar del comensal, siempre voraz y carnívoro.
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