En "Dreno" se escuchan ecos de Miguel Hernández, dolores, instrumentos, que nos apartan de lo cotidiano para instalarnos en la "sedición de los cajones del cuarto", en el "rumor de uno mismo". Una intensa voz lírica, interna, anima a no confundir la vida con una carrera de obstáculos, solo hay que salivar, salivar lo suficiente para no secarse. Todo cae derramado en el caos, en el "dreno", en otro "orden" alejado de la razón. Vivir en la extrañeza del otro, que siempre soy yo, ese sueño constante durante la vigilia. Desaparecen, en ocasiones, los rigores de la puntuación, las leyes, y vuelven, renovadas. Piezas que se caen y no existen, y vuelven a caer y no existen. Piezas que duelen. Un continuo movimiento que, cuando cesa, da paso a la soledad. Por eso hay que luchar por parar y volver a germinar, aunque sea desde el miembro mutilado.
El poemario avanza con relatos densos, ahogados casi por las metáforas, que desordenan el mundo y lo ordenan en un nuevo orden: "desoírse de una vez por todas". Porque la realidad está agujereada, llena de pozos insondables, desconocidos, con un punto de luz al fondo. La luz del riesgo que percibíamos en la infancia, cuando íbamos sin manos sobre la bici y que, después, a fuerza de repetir lo que otros hacen, olvidamos hasta convertirnos en muesca, en herida. En "Dreno" se pretende hacer temblar la tierra con palabras, provocar seísmos, alejarse de las poéticas, de las medidas y los cánones. Ser un caribú, ver la estepa disfrazado de armonías, porque "el héroe examina su culpa cada día". Y cuando la mirada del otro atemoriza hay que huir volando, como pájaros. Son ecos de Valente, del Anábasis de Saint-John Perse, de Rimbaud, el paso del tiempo entre los dientes, los agujeros del camino son poemas y los poemas palabras que pueden ser reducidas a símbolos; y estos, a la nada. Las revelaciones en este nuevo mundo no parten de los profetas, sino de los saltamontes: el trabajo mata a los hombres, la grandeza solo puede ser drenada a través de la soledad.
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