Cuando caía el crepúsculo, me abandonaba con melancolía en el sepulcro del páramo. Al fondo ladraban los perros, alterados por el paso del extraño. El oasis de un encinar me servía de refugio y aprendí a apreciar la calima de la tarde, como había hecho con la podredumbre de la muerte durante tantos años. Tampoco el sol de noviembre permitía otro lienzo que el turquesa de un cielo sin rastro de nubes, para disgusto de los agricultores, que ya adivinaban en esa sequía interminable la puntilla a sus endebles economías. Veía a algunos de ellos, plantados en mitad de una viña o de un rastrojo, como un injerto más del paisaje, como si la tierra los hubiera vestido con sus mismos colores y los hubiera parido para que padecieran con ella la dureza de la intemperie. O subidos a enormes tractores con cabina y sonido de alta fidelidad, empeñados todavía en arañar las piedras para buscar el sustento o la sepultura.
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