La vocación narrativa del romance es evidente desde el principio, es decir, desde su nombre. En francés, le roman es la novela, y en italiano también: romanzo, y en otras lenguas romances: en portugués, en rumano… Sin embargo, en castellano no es sinónimo de novela este término, ¿por qué? Porque la propia importancia que en España tuvo y tiene el romance ha mantenido su significado indemne. O casi: también se llama romance al idilio breve; pero si hablamos de géneros literarios, se mantiene el sentido original de este término, que es este:
Un romance es un poema de arte menor donde riman los pares en asonante (quiere decir que terminan con las vocales iguales), y los impares se libran de rimar, son versos libres. Los versos son de ocho sílabas, aunque hay algunas variantes, como el del duque de Rivas que se pone como ejemplo, en muchas antologías, de romance endecasílabo o heroico, ese que decía que «Entran de dos en dos en la estacada…». Poesía popular por excelencia, con vocación narrativa, de cadencia sosegada, rica y a la vez sencilla, adoptada y adaptada por la lengua de Castilla.
Ramón Menéndez Pidal aplicó al Cantar de Mío Cid un poderoso y nuevo método histórico-crítico, que le llevó a propugnar su neotradicionalismo, según el cual los romances tienen su origen antiguo en fragmentos de cantares de gesta que, al repetirlos oralmente muchas veces, se volvieron conocidos de todos, formando parte del acervo colectivo, y luego, en el siglo XV, se comenzó a transcribirlos, surgieron los romanceros, como se llamó a los libros de romances, por ejemplo, el de Hernando del Castillo, y otro fechado en el año 1525.
El romance más antiguo del que noticia se tiene, copiado en un cartapacio en 1420, es el que empieza diciendo por boca de una mujer: «Gentil dona, gentil dona, / dona de bell paresser, / los pies tingo en la verdura / esperando este plazer». Unos años posterior, el Cancionero de Rennert, que está en el British Museum, en sus páginas ofrece las versiones manuscritas de algunos romances breves. Ya en el siglo XVI, en su año 47, se publica el Cancionero de Romances en Amberes, que propició que surgieran, en el siglo XVII, los poetas romancistas, que llegaron hasta el XX.
Juan Ramón y Federico García Lorca, Machado y Unamuno, entre otros, el romance cultivaron. Es mundialmente famoso el Romancero gitano («El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano», escribía Federico en su Granada), y Machado, en su Campos de Castilla, tiene un romance llamado La tierra de Alvargonzález, que es su poema más largo, porque, como buen romance, más que poema es relato («En la laguna sin fondo / al padre muerto arrojaron. / No duerme bajo la tierra / el que la tierra ha labrado», nos cuenta con la voz llana del pueblo Antonio Machado).
Y aunque algunos piensen que la rima está superada y el verso libre se impone, se impone la rima blanca, el romance sigue vivo, hoy, en la copla cantada: la cuarteta de romance con ropaje musical y fuego en las entretelas, en la que lo popular y lo culto se confunden en una misma sustancia. Como dice otro Machado, Manuel, en versos del alma:
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.
¿Has observado, lector o lectora, que este artículo es un romance apaisado? Al leerlo de corrido, no se nota; sin embargo, si lo leyeras con ritmo, haciendo cada ocho sílabas una pausa, un corte fino (/), se volvería un poema sin alterar su sentido. Lo que demuestra —o lo muestra, cuando menos— cuan vecino el romance es de la prosa, su talante narrativo. Y nos ayuda a entender la razón del formalismo de escribir las poesías en columnas. Esto dicho, te dejo, caro lector o lectora, me despido con la esperanza de que al menos te hayas reído.
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