El sol se puso un bozo de hielo y no esperó a nadie en las aceras, para que nadie pudiera acudir a la cita. Hoy, doce de abril de 2020 me apetece salir a la llamada de los astros, esperar a las avutardas en mitad de los trigales y aventar la mies en la llama de las eras. No recuerdo lo que es el campo, sí el paisaje, porque me lo describieron en un poema de 1879. Necesito una libra de memoria para esnifar la pulpa de las cerezas. Nunca, ni siquiera cuando era reo de las secretarias, me vi tan acuciado por el néctar del abejorro. Sé que no tengo derecho a las margaritas, ni al vuelo de las abubillas, porque no los he visto en todos los días de mi vida, porque no los he olido en todos los días de mi vida, porque para mí no han existido nunca. Y ahora, ahora, cuando la conquista de la luna está al alcance de cualquier contagiado; ahora, cuando no se permite la lujuria en las riberas de los ríos, ni despellejar gatos en las tinieblas de los callejones, ni sorber amigdalas de palomas entre los cipreses; ahora, solo quiero conquistar, fornicar, despellejar y sorber la soledad de los páramos.
Si las traineras llevaran almas en pena por puertos y marismas, hoy podría cantarlas con el amor de los pescadores, pero no, porque yo no conozco el mar. Yo fui pastor en ciernes y ni siquiera eso. Conocí corderos destetados, gallinas ponedoras, carneros sin pudor, y, a pesar de todo, vacié la naturaleza en un contenedor de vidrio, porque no sé en cuál hay que arrojarla. Dejé que la casa de campo de mis abuelos se derrumbara, dejé que la memoria de las ovejas se perdiera en una sepultura de desidia. No, el campo lo olvidé en la infancia y nunca, hasta ahora, me ha sido necesario. La urgencia nos vuelve ingratos. Nunca volveré a pedirle al cielo raso de mi casa una brecha para contemplar las estrellas.
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