miércoles, 22 de abril de 2020

"En favor de Pérez Galdós" por Mario Vargas Llosa


Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la muy civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. “Entre gustos y colores, no han escrito los autores”, decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recuerda y lo celebra, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo (que a mí me gustan tanto). Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó su manuscrito, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.

Había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Tuvo 10 hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía 19 años a estudiar Derecho. Benito le obedeció, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense, pero se desencantó muy rápido de las leyes. Lo atrajeron más el periodismo y la bohemia madrileña —la vida de los cafés donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos— y se orientó más bien hacia la literatura. Lo hizo con un amor a Madrid que no ha tenido ningún otro escritor, ni antes ni después que él. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles, comercios y pensiones, sus tipos humanos, costumbres y oficios, y, por supuesto, de su historia.Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor. No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor, pero Pérez Galdós tuvo la suerte de tener una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad.
Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños el día de su entierro, el 5 de enero de 1920, que acompañaron sus restos hasta el cementerio de la Almudena; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje. Aunque todos aquellos que siguieron su carroza funeraria no lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales. Él hizo lo que Balzac, Zola y Dickens, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó ni al francés ni al inglés (pero sí a Émile Zola), con sus Episodios estuvo en la línea de aquellos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión amena, animada, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, de un siglo decisivo de la historia española: la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, las guerras carlistas.
Su mérito no es haberlo hecho sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, tratando de distinguir lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención leyendo los Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Nada hay más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal, que, incluso, en ciertas épocas se sintió republicano, pero, antes que político, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de los dos en ambos adversarios. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.
Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble.
Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González, una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera), que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente salvo cuando escribía novelas, son bastante inflamados. “Te aplastaré”, le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica, era, por lo visto, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y el rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue discreto.
Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista es el narrador de sus historias, que éste es siempre —personaje o narrador omnisciente— una invención. Por eso sus narradores suelen ser personajes “omniscientes”, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el “realismo” de la historia. Pérez Galdós disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a los “historiadores” y testigos, algo que introducía una sombra de irrealidad en sus historias; pasaban, a la larga, desapercibidos, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices, después de que Flaubert, en las cartas que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara claro esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración.

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