Mis pies todavía no se creían que esa pasta negra fuera el asfalto de la calle. Supongo que Armstrong (el astronauta, no el ciclista) también experimentó la misma sensación: el placer de arrastrar las pisadas sobre un suelo virgen, casi no hollado. La diferencia es que yo devoraba un aire sin usar, de paraíso, y no como el astronauta, con su escafandra claustrofóbica y su oxígeno de lata. La hierba, la mierda de los gatos y el polen de los chopos se registraban en mi nariz como experiencias sensoriales de un planeta por explorar, un aluvión de aromas que se agolpaban en la entrada de mis narices, como adolescentes en un festival de música. Estaba cerca, muy cerca. Me pareció oír, antes de verlo, el trajín inconfundible de las copas sobre el aluminio y la conversación animada de los selenitas. Estaba cerca, muy cerca. Ya atisbaba el toldo, tendido, intentando paliar los estragos de un sol que comenzaba a herir los tejados, las fachadas, los árboles, los edificios a medio construir, las aceras, los vidrios, los charcos, las tonsuras, las nucas. Sí, mi oído no me había engañado. La persiana estaba arriba, las mesas en la terraza y un enjambre ansioso abrumando sus alrededores. Armstrong clavó una bandera y yo sorbí la primera cerveza con la misma emoción, con la pasión del que bebe cráteres desconocidos. Sí, allí estaba de nuevo, el bar, el bar, la luna, la luna. No nos atrevíamos todavía a agolparnos ni a besarnos, ni a abrazarnos, ni siquiera a echarnos la mano, pero yo estaba allí, apoyado en la barra del bar, sorbiendo mi bandera como si estuviera en la luna y alguien, no sé quién, pudiera quitármela y encerrarme de nuevo en la cápsula metálica del Apolo XI.
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