domingo, 16 de febrero de 2020

"La épica del naufragio en el Ulises de Joyce" por Stefano Cazzanelli



Escrito entre 1914 y 1921 y publicado en 1922, el Ulises de Joyce es uno de los libros más difíciles jamás escritos. No es una novela —aunque Joyce se empeñaba en llamarla novel—, ni un ensayo; no es épica ni periodismo. Es todo esto y su superación: una confluencia de estilos, un bullir de personajes, sensaciones, lugares sin pies ni cabeza en los que todo fluye; un remolino donde perderse: la Caribdis que Homero ahorró a Ulises, Joyce nos la arroja sin ninguna piedad.

Los personajes principales, Bloom y Stephen, son antihéroes, unos vencidos; víctimas del mundo moderno en el que los grandes ideales no tienen derecho de ciudadanía y en el que triunfa únicamente la cotidianidad decadente. Paul Bourget, psicólogo y crítico literario contemporáneo de Joyce —muy influyente en las tesis de Nietzsche sobre el nihilismo—, definía como decadente aquella literatura en la que la parte predomina sobre el conjunto, la página sobre el libro. Flaubert, Stendhal o Baudelaire eran ejemplos de este espíritu decadente que Joyce retoma y relanza con una fuerza inaudita: mientras que en Baudelaire la parte se sustenta heroicamente independiente del todo, en Ulises las partes fragmentadas se precipitan al pozo sin fondo de lo absurdo en el que fluye la existencia humana. No es arte decadente, no es wagnerismo literario, sino cacofonía de significados y de estilos, de emociones e instintos, sonidos y símbolos a la Stockhausen puestos al albedrío de una conciencia sin puertas ni ventanas que discurre encerrada en su propia inmanencia.

En Ulises la realidad de Dublín, como la de sus habitantes, es descrita con una fidelidad maniática en cada detalle, tanto que se suele decir que, si la capital de Irlanda fuera reducida a escombros por algún cataclismo, gracias a la obra de Joyce se podría volver a reconstruir de manera exacta. Sin embargo, todo este realismo no está al servicio de la realidad, como si esta fuera el origen del significado de aquello que tenemos ante los ojos: es, al contrario, puesto al servicio de un simbolismo aturdido que abandona a la conciencia solipsista del yo la tarea de definir el sentido de lo que aparece. La realidad es un signo cuyo significado está determinado únicamente por la conciencia de cada uno de nosotros, una conciencia que fluye y arrastra en dirección a su «hacia-ningún-lugar» todo aquello que encuentra en su camino. El famoso stream of consciousness es por tanto el único medio estilístico que permite dar voz a la construcción del sentido de la realidad: un flujo que, como Penélope con su tela, se construye con los restos de aquello que hace un instante ha destruido.

De aquí deriva la dificultad enorme a la que el lector se encuentra sometido: intentar penetrar en la conciencia de Bloom, de Molly o de Stephen significa seguir los vuelos pindáricos de sus mentes, las conexiones bizarras de sus subconscientes (Ulises está enteramente impregnado de Freud), los flujos y reflujos de sus deseos. Pero he aquí el problema: la vida inmanente no es lineal, no es objetiva, es un zigzaguear completamente subjetivo, oscuro y terrible del que dejamos emerger solo un destilado muy pequeño de la luz del sentido comprensible y comunicable, la mayoría de las veces conformista, sujeto a valores tradicionales, religiosos, históricos, patrióticos… Bajo la punta del iceberg racional bulle la conciencia inconexa del yo, sumergida en las aguas negras de las pasiones, las pulsiones, los resentimientos, las envidias; una materia originaria informe que no se puede plasmar y que hay que limitarse a escuchar para intentar captar algún indicio, quizá el eco de un acontecimiento del pasado —una mirada, un gesto, el encenderse de una cerilla— que, enganchándose en el subconsciente, ha generado una infección que guía toda nuestra vida:

A menudo he pensado desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender una cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos vidas.

En esta Dublín fluida lo ínfimo está al mismo nivel de lo sublime: el encender una cerilla puede incluso ser más determinante que la muerte de un amigo. En un universo sin criterio, sin valores, ¿quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Lo que es ínfimo y lo que es sublime? Los valores, el orden de la verdad constituida, religiosa o política, son aquello que intenta encauzar la fuerza de la corriente vital, darle un sentido. Haciendo esto, sin embargo, limitan y finalmente bloquean la fuerza expresiva del yo: la historia, la tradición y su legado, son unas sirenas que devoran nuestro progreso existencial y transforman la vida en una crisálida vacía. La vida no se puede comprender, es imposible determinarla, definirla; se puede únicamente vivir, es decir, acompañarla en sus flujos: «¿Cómo se puede ser propietario del agua en realidad? Siempre fluyendo en el fluir, nunca es la misma, que en el fluir de la vida rastreamos. Porque la vida es un fluir».

El Ulises de Homero anhelaba volver a su Ítaca, emblema de la tierra patria, a los brazos de su esposa Penélope (la virtud de la fidelidad y de la continencia); su viaje tenía una meta clara y su vida unos valores incorruptibles: amistad, honor, castidad, coraje, etc. Ulises-Bloom en cambio aborrece la vuelta a su casa porque sabe que Molly, su mujer, le está traicionando. Es un desheredado, un judío errante en tierra católica, que para ganar tiempo se dispersa en lo que le rodea, en la ciudad, sin meta. Y sin embargo no renuncia a afirmar una identidad suya: sobrevive en él un deseo profundo de dar una forma a la masa caótica de la existencia; desea ser padre, ser acogido por sus amigos y compañeros del trabajo, desea una casa y una vida nueva en la que los acontecimientos y las cosas estén en sus casillas y no encerrados desordenadamente en un cajón como los muebles de su salón. Pero son precisamente estos deseos los que le vuelven ridículo y torpe, un ser patético para el que el impulso hacia el ideal es una simple ensoñación cuyo único fin es apartarle de su triste realidad: su hijo ha muerto, sus compañeros no le aguantan y se ríen de él, su casa es vieja y descuidada, las mujeres le ignoran.

Lo mismo pasa con Stephen-Telémaco, un joven idealista que busca realizarse como poeta, un chico atractivo y caprichoso que rechaza sus raíces (la fe católica representada por su madre, que muere sin que él haya atendido su último deseo), engreído cuando defiende sus tesis sobre Shakespeare, sus tesis políticas o religiosas. Como Bloom él también se dispersa en la Dublín católica, convencional, sometida a la dominación inglesa y víctima, por otra parte, de un nacionalismo ignorante. Terminará emborrachándose en un prostíbulo, golpeado en la cara por un soldado y sin dinero: justamente lo contrario de lo que deseaba.

Deseos partidos, ideales que intentan ordenar la trama de la vida, darle un sentido. Bloom y Stephen, padre sin hijo e hijo sin padre, son dos personajes que naufragan en el mar de la existencia sin sentido justamente por causa de su intento vano de llegar a una meta. Entre estas dos hipóstasis la relación es imposible. Y lo es porque buscan un ideal, una ascesis de la vida capaz de darle un valor, algo espiritual y por tanto paterno: la paternidad, de hecho, no se plasma en la carne —como la maternidad— sino solo en el espíritu. La paternidad es aquello que rompe el vínculo con la carne: el padre es el que corta el cordón umbilical, el que abre al hijo al mundo, al partir la relación cerrada con la madre. La paternidad verdadera es educación, es decir, conducir a alguien fuera de sí mismo hacia otra cosa (e-ducere) y en este sentido es lo que asigna una forma a la mera vida biológica, a la materia instintiva, pasional, carnal. Todo Ulises es la búsqueda de una paternidad imposible, de un vínculo estable que sepa encauzar lo irracional de la existencia hacia un ideal transformando la vida biológico-animal en una existencia humana heroica, en un viaje hacia el descubrimiento de uno mismo. En la Dublín de Joyce, sin embargo, la paternidad ya no está (el padre de Bloom ha muerto suicida), ya no genera (su hijo Rudy murió con solo once días de vida); el vínculo padre-hijo es irreversiblemente dialéctico.

¿Qué meta le queda entonces al hombre de Joyce? Si la épica del espíritu ya no es posible, entonces no queda otra cosa que abandonarse a la «épica del cuerpo humano» (con estas palabras Joyce definía su odisea en una carta de 1918 al amigo Frank Budgen). La síntesis entre Padre e Hijo no es el Espíritu Santo paterno, sino la Santa Madre Tierra, el abandonarse al cuerpo y a sus pulsiones, a sus tendencias fisiológicas. Bloom lo admite abiertamente cuando, en una de sus visiones, mientras se encuentra en un prostíbulo, afirma: «Ay, tengo tantas ganas de ser madre». Molly-Penélope, la esposa infiel, promiscua, licenciosa, es el único personaje capaz de domar lo irracional en la medida en la que se abandona a ello. Se podría quizá hablar de una «épica del naufragio». Su vida no tiende a un ideal, a un valor. Ella simplemente vive, afirma la vida.

El gran «sí a la vida» de Nietzsche resuena en la última frase de Ulises cuando, al final del largo monólogo, Molly Bloom afirma: «yes I said yes I will Yes».

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