No hace mucho me topé con uno de los locos de mi pueblo. Andaba él, desastrado en su fachada, calle arriba y abajo, conversando consigo mismo, gesticulando con pasión de político en campaña. En un momento dado, reparó en mi presencia y se dirigió hacia mí. Comenzó a enlazar un discurso sobre su vida cotidiana al que no le faltaba coherencia. Ordenaba su día hora a hora. Me contaba lo que hacía desde que se despertaba hasta que se acostaba (nada muy distinto a lo que yo hago) y terminó hablando de la televisión, "yo la quito en cuanto me pongo delante de la pantalla, porque es para volverse loco". Ahí estaba la diferencia, yo no la quito, aguanto horas y horas sin inmutarme.
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