La literatura triunfa cuando consigue incorporar a un personaje de ficción a la galería de los seres humanos de carne y hueso. Son personajes que se vuelven referencias cotidianas. Tan reales como cualquiera de nosotros, pues bien podemos decir que somos solitarios como Robinson, enamorados como Romeo, luchadores como Sandokán, viajeros como Ulises, o locos soñadores como don Quijote. Más allá del estilo, del arte de la palabra, incluso cuando ese arte pueda presentar fallas, una obra literaria se consagra fundamentalmente al consagrar al personaje que crea. ¿Qué decir entonces cuando a esa capacidad de dar vida a una criatura de ficción se unen un lenguaje extraordinario y una estructura narrativa inteligente y original? Bueno, a eso es a lo que llamamos una obra maestra. Y ese es el caso de El Quijote: un libro que ha alcanzado el unánime reconocimiento mundial y es considerado no solo la más alta expresión de la literatura en lengua española sino también la obra fundadora de la novela moderna.
En su caso, ese calificativo de obra maestra viene certificado por el más severo juez: el tiempo. En realidad, una obra puede considerarse realmente maestra (obviando los comentarios apasionados de los coetáneos, que suelen apresurarse a declarar como tales obras que luego no resisten el paso del tiempo) cuando goza ya de una vida más que centenaria. Es decir, cuando su valor no responde a la percepción de un momento histórico concreto sino que ha sido reconocido por sucesivas generaciones o ha sido recuperado del olvido por los lectores del futuro.
El asunto es que ese reiterado reconocimiento y su definitiva entronización como obra de referencia, significa también la entrada de la obra en cuestión en lo que podríamos llamar el Museo de la Literatura. El canon. Un honor, sin duda, pero también un riesgo: el de quedar convertida en pieza de museo, es decir, en algo hermoso pero muerto. Y ahí está el problema, pues precisamente la maestría de una obra radica en su capacidad de generar diálogo con la vida. La gran literatura se avecina a la vida, tiene ansia de vida. Su conversión en pieza de museo de alguna manera la traiciona y la niega.
Y el efecto más negativo de esa consagración es que, al convertir la obra esencialmente en objeto de estudio académico, la saca de la dimensión placentera que la vio nacer. El caso de El Quijote es en este punto casi escandaloso. Cervantes escribió su novela con la declarada intención de hacer reír a los lectores, de divertirles, enredándolos en su laberinto de historias a la vez que desgranaba su pensamiento. Pero El Quijote se ha convertido con el paso de los siglos en libro de obligada lectura y estudio escolar, y está sometido a un discurso académico que muchas veces cae en la pedantería, que es la perversión kitsch de la inteligencia y que en muchas ocasiones, a fuerza de piruetas retóricas, acaba rayando en la pura tontería. Recuerdo el horror que me inspiraba su obligada lectura en mi infancia: era como una de esas visitas infantiles a lejanas tías abuelas que apenas uno conoce y con las que no se tiene nada en común. Me resultaba ajeno e incomprensible, me olía a viejo.
Me llevó años descubrir el placer de la lectura de las aventuras de don Quijote y solo lo logré cuando por fin me olvidé de admirarlo y fui capaz de dejarme seducir por su historia y su lenguaje. Es decir, cuando lo bajé del pedestal y lo saqué en mi cabeza de ese Museo de la Literatura que tiene tanto de celda.
La primera tarea, pues, que todo lector debe emprender cuando toma en sus manos una obra maestra es liberarla del docto y atosigante amor de sus exégetas. Sacarla de los pañales que la asfixian. Abrir las ventanas del cuarto donde cría moho y dejar que entre por ella la vida a chorros. ¿Qué vida? La del propio lector. Porque es el lector quien nutre de vida los libros. Es en el espejo de su mirada en el que la literatura se cumple, más allá del momento de la escritura, pues esta no deja de ser una propuesta, una invitación, un navío de palabras a bordo del cual lanzarse a la aventura. Sin embargo, los paisajes que atraviesa el barco imaginario que el escritor lanzó a los mares de la vida son los de la existencia y de la memoria de cada uno de sus lectores. Por eso ningún libro es igual para todos los que lo leen. Hay tantos El Quijote, tantos Cien años de soledad, tantos Olvidado rey Gudú, tantas Rayuela, tantas La Regenta, como personas los han leído.
Dentro de esa infinidad de lecturas de cada libro, adquieren especial relieve aquellas que realizan otros escritores. Porque ese lector privilegiado e inquieto que es cada escritor se nutre a su vez de la escritura de los otros y, en particular, de aquellos autores que son las grandes referencias de la literatura. Por eso en el espejo de la figura de don Quijote se han mirado muchos otros autores a lo largo de estos cinco siglos. Desde Laurence Sterne y Diderot hasta García Márquez. Las huellas de los personajes de Cervantes se encuentran en las más diferentes culturas. Resuenan en las páginas del checo Jaroslav Hašek y su valeroso soldado Švejk. Y en las andanzas de los británicos protagonistas de Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens. Hay un corazón cervantino en los hijos de la medianoche del nacimiento de la India, que retrata Salman Rushdie. Y en las pedantes elucubraciones que Flaubert atribuye a los franceses Bouvard y Pecuchet. También en la locura arbórea del barón rampante de Italo Calvino. Y, por supuesto, en el formidable diálogo con la obra cervantina que es La vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno.
Bien puede decirse que cada época ha hecho su propia lectura de El Quijote y que dicha lectura nos dice mucho de la sociedad de ese momento. La generación de 1898 hizo de la enjuta figura del hidalgo soñador un símbolo del afán regenerador de una España en crisis en la que la idea de libertad seguía pareciendo cosa de locos. ¿Cuál será la lectura quijotesca de nuestros temibles tiempos, de estos balbuceantes y sangrientos inicios del siglo XXI en los que el odio y la solidaridad libran un pulso tan desigual que hasta se ha llegado a acuñar un insulto, “buenista”, que trata a la bondad no como virtud sino como debilidad?
La respuesta seguramente se está construyendo colectivamente en estos mismos momentos. La están dando aquellos escritores que hoy se atreven a soñar y a intentar dar vida a nuevas criaturas de ficción, y todos aquellos lectores que de nuevo visitan las páginas de Miguel de Cervantes y se embarcan en las aventuras de su criatura, con ojos inevitablemente nuevos, pues son los nuestros, nuestros ojos del presente, los mismos ojos que se fatigan ante la pantalla de un ordenador o se extasían ante las maravillas que nos traen los imágenes que los satélites nos envían desde otros planetas.
Lo apasionante, lo hermoso, lo increíble es que al releer las peripecias de aquel hidalgo loco que recorría las tierras de España creyéndose un caballero andante y empeñado en hacer verdad sus ideales, uno siente que, de alguna manera, la voz del Quijote atraviesa la barrera del tiempo para hablarnos directamente, para nombrar también nuestro mundo, para recordarnos que…
“la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre. Por la libertad puede y debe aventurarse la vida”.
y también que:
“los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conocieseis a la madre que os parió”.
Sin duda, don Quijote sigue bien vivo.
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