La berrea de los venados se produce entre la Virgen de Agosto y la Virgen del Pilar. Si ha habido lluvia abundante que garantiza buenos pastos su plenitud se alcanza al abrirse el otoño. En esta época de celo los ciervos ponen a subasta el propio semen en medio de una lucha encarnizada, que se desarrolla ante el harén de hembras atentas al combate. El vencedor será el galán que merecerá cubrirlas y marcar territorio como macho dominante hasta la pelea del próximo año.
Si la berrea se produce durante el plenilunio el espectáculo adquiere una profundidad casi religiosa. De hecho, la noche en que asistí a la berrea en los montes de Toledo, cuando desde la caída de la tarde todos los valles de la serranía se llenaron de bramidos semejantes a tubas de una orquesta salvaje, con ecos y respuestas, hubo un momento en que recordé a San Juan de la Cruz. Para sentir cómo sonaban en medio de la imponente berrea me puse a recitar a media voz algunas estrofas del cántico espiritual: “¿Adónde te escondiste, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti, clamando, y eras ido. Pastores, los que fuereis por las majadas al otero, si por ventura viereis aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero”.
La fusión era perfecta. Resultaba fascinante la pulsión de la naturaleza unida al erotismo y a la espiritualidad del cántico y al clamor de las infinitas glándulas de los venados.
Por el camino de Torrijos y Ventas con Peña Aguilera hacia El Bullaque había llegado al parque natural de Cabañeros, situado entre cotos de caza, propiedad de viejos aristócratas y nuevos financieros, quienes los han convertido en mataderos con alambradas, puesto que durante el año se dedican a cebar a los ciervos y luego llegan los cazadores, que pagan un alto precio por llenarles tranquilamente de plomo la barriga. Por este tiempo el campo se puebla de señores ataviados con ropa austriaca, armados con rifles de miras telescópicas potentísimas, cuya munición del calibre 300 es capaz de abrir en el cuerpo de los venados boquetes de salida en los que cabe un puño.
Ahora Cabañeros es un parque natural. Uno de los guardas que antes fue secretario de algunas monterías me explicó a la luz de la luna cómo se establece el rito de esta matanza.
Al amanecer los monteros se desayunan con unas migas con chorizo. A continuación se reza un padrenuestro o una salve montera a san Humberto, patrón de los cazadores. Se sortean los puestos y enseguida comienza la cacería. Suenan los cuernos, se realiza la suelta, el espacio se llena con los ladridos de la reala de perros podencos y mastines y los ciervos huyen rompiendo monte cargados de adrenalina, cuyo nivel no es menor en la sangre de los monteros apostados, llenos de excitación, en una silla de tijera junto al secretario.
—Yo he sido secretario en las monterías muchos años y he visto cosas— contaba el guarda a la luz de la luna. —En una ocasión serví a un banquero. Estaba en el puesto y se había traído a la amante. No entraba la caza. En un momento los dos comenzaron a aparearse ante mi vista, como si yo no fuera humano. Agarré el rifle y se lo puse al señorito en los riñones. “Si no para de follar, lo mato”, le dije.
En este tiempo de berrea los ciervos, preservados por el bosque, se destapan y salen a los claros; el celo les fuerza a bajar la guardia para exhibirse y mientras ellos se excitan mutuamente con sus estremecedores bramidos, los cazadores furtivos aprovechan semejante galantería para disparar sobre ellos. Cuando había abundancia se disparaba también a mansalva sobre las ciervas y, si estaban preñadas, abortaban en el instante de recibir el disparo. Se dice que entonces los ciervos miran la boca de los rifles llorando.
—¿Sabes lo que significa hacerse novio?— me preguntó el guarda. —Hacerse novio es un rito. Al final de la montería el dueño del coto sirve unas judías a los tiradores. En el patio los tractores descargan la caza y el neófito que ha matado por primera vez a un venado es embadurnado con la sangre y las vísceras de su caza. Esa ceremonia animal es su bautismo, y con ello lo casan con su venado muerto. A veces le hacían comerse crudos sus despojos.
Sin duda san Juan de la Cruz cruzó con sandalias desnudas este territorio donde ahora bramaban sus venados. “Vuélvete, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo y fresco toma”. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de su alma, también oiría estos mismos berridos que ahora herían los montes de Toledo. Y él los convirtió en los deseos del amado.
Invitado en un restaurante de Madrid, al que acuden los monteros solo a verse y a saludarse con una cigala en la mano, el abogado de un gran empresario cazador me preguntó:
—¿Tú tiras?
—No. Yo solo voy tirando— le dije.
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