Me llamo Jeremy, vivo en Nottingham y soy alicatador. Peso 130 quilos y trabajo todo el año con un objetivo único: irme a Benidorm en verano. Llevo yendo allí de vacaciones tres, cuatro o cinco años, no lo recuerdo bien del todo. Ir a otro país y sentirte como en tu casa es lo mejor de un viaje. Sentirte como en tu casa y sin tus padres, porque Benidorm es eso para nosotros: nuestro patio de recreo, sin reglas y sin padres. Los intensos quince días en la playa nos transforman física y espiritualmente: por fuera, el pellejo se vuelve rojo langosta, con las bandas blancas del triquini; por dentro, la descomposición intestinal me martiriza un mes mínimo después de volver a Nottingham.
Siempre nos alojamos en un hotel de la playa de los ingleses. Mis colegas y yo somos gente festiva y escandalosa, le damos ambiente al sitio al que llegamos enseguida. Solemos contratar un todo incluido para no tener que andar con la cartera en la mano. Es una delicia estar los quince días en Benidorm con una sola prenda, el triquini, sin preocupaciones de chaquetas, corbatas ni otras prendas molestas. Solo cuando vamos a la discoteca por la noche nos ponemos unas bermudas y una camiseta del Nottingham Forest.
El clima infernal de la Costa Blanca no lo aguanta nadie sin aditivos, no paramos de sudar en todo el día y hay que recuperar líquidos desde que uno se levanta hasta que se acuesta. La cerveza es nuestro alimento natural durante los quince días. A veces echamos mano del champán o de la sangría, pero la cerveza es un bien necesario desde que amanecemos. James y Cale son amigos también de las pastillas y los estupefacientes, pero a mí no me hacen falta.
Nuestro espíritu aventurero provoca que tengamos que visitar los servicios de urgencias como mínimo tres o cuatro noches de las quince, siempre con resultados felices, salvo la vez en la que mi colega Perry le tocó el culo a una enfermera y nos enzarzamos en una pelea con los médicos.
No hacemos balconing, no, no todos los ingleses somos unos descerebrados. Como mucho, hemos lanzado uno o dos colchones desde la ventana del hotel, en plan broma inocente, pero sabemos cuidar nuestros cuerpos. Tampoco es habitual participar en pendencias, salvo cuando nos colocamos. Entonces sí, pero ¿quién no ha hecho alguna locura cuando se emborracha? ¿Quién no se ha pegado cuatro o cinco puñetazos en un bar de Benidorm? Cierto es que de los quince días que pasamos aquí, uno o dos vamos serenos, pero para eso son las vacaciones, ¿no?, para liberarse. También nosotros hemos padecido las consecuencias de ponernos hasta el culo, no solo los españoles con los que nos encontramos. Una noche, a mi colega James una negrita africana le birló la cartera, aprovechando que llevaba los pantalones por las corvas.
Benidorm es la polla, es como Nothingam, solo que sin padres, sin policía, sin obligaciones, con sol, playa, ríos de alcohol y pastillas. Bebemos cerveza, comemos salchichas y chips and fish. Todos en esta playa somos ingleses, todos nos conocemos desde hace tiempo y lloramos cuando nos despedimos. Hay que ver un partido de la liga inglesa en Benidorm para saber lo que es un sentimiento religioso. Nunca he llorado tanto, y no lo digo por el día que nos liamos a sillazos los del Nottingham y los del Liverpool. Dickens habría llorado con nosotros.
El último día siempre le compro algo a mi abuela, una figurita de Lladró o un imán del Quijote (ella es muy leída). En el fondo soy un sentimental.
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